dimarts, 20 de desembre del 2011

A Trazos

A Trazos

Primera parte. El arte imitando a la vida.

“Un cuadro debe ser pintado con el mismo sentimiento con que un criminal comete un crimen"

E. Degás


Piero daba pinceladas furiosas sobre el lienzo.
Su estudio, situado en una casa desde cuyo balcón se alcanzaba a ver la recién acabada basílica de Santa María del Fiore, estaba repleto de cuadros cubiertos y caballetes ocupados por obras a medio terminar. Reinaba allí un cierto desorden, y al mismo tiempo, cada pieza ocupaba el lugar exacto que le correspondía, como es normal en la casa de cualquier artista que intenta reproducir la vida a pequeña escala, es decir, ordenándose en el caos. Iluminada por el sol de última hora de la tarde, que hacía brillar las motas de polvo levantadas por el aire, la estancia había adquirido por sí misma la dignidad de ser inmortalizada en imagen. Sin embargo, ajeno al espectáculo, el pintor movía todo su cuerpo con cada nuevo trazo que daba.
Era un hombre alto, desgarbado, bastante delgado, de brazos largos y según dejaban ver sus movimientos, flexibles. El pelo de color negro le caía sobre los hombros y una barba abundante y pulcramente descuidada, según la moda, le cubría el rostro. Sus ropas de trabajo, alguna vez blancas, estaban manchadas por una caleidoscópica mezcla de colores. Sometido a los efectos de su temperamento apasionado, resoplaba, chasqueaba la lengua y sudaba a mares, intentando con desespero terminar el trabajo que le ocupaba la mente. Piero comenzaba obras ambiciosas que rara vez terminaba, pues sentía una profunda frustración en cuanto a los resultados inmediatos, y esos arrebatos de furor que le llevaban a volcarse sobre sus creaciones se extinguían igual de rápido que aparecían, dejándole completamente extenuado. 
En los últimos años, la ciudad se había visto invadida por un número increíble de  pintores, escultores, arquitectos y músicos, que parecían vivir en cada esquina, en cada casa, dispuestos a realizar hazañas artísticas de todo tipo, iniciando una carrera de fondo de la cual él se había visto descolgado. En opinión de Piero, el conjunto era opresivo y el resultado inmediato, la anulación de su propio talento. El ambiente, demasiado artificial.
A la avanzada edad de treinta y cinco años, sus valedores ya le habían retirado cualquier apoyo. Hacía tiempo que no vendía un solo cuadro, ni recibía encargo de ningún tipo. Su adhesión política de juventud le había llevado a estar del lado de los perdedores de manera constante e inevitable. Así, su ascenso social había sido tan fulgurante como su aislamiento. Enfrentado tanto al omnipresente filósofo como a la familia de los Medici, no había tenido otra opción que la retirada de la vida pública. Papas, emperadores y mecenas por igual, eran objeto de sus agudas críticas. En algún lugar olvidado, en el fondo de un cajón de su escritorio, se encontraba su viejo ensayo -“Refutaciones al Príncipe”- que jamás iba a ver la luz.  “Retirado, en mis cuadros”, era como se refería, en una broma con doble sentido,  a sí mismo.
Aun conservaba ciertas amistades poco recomendables desde un punto de vista oficial, a las que dejaba usar, de tanto en tanto, sus habitaciones para celebrar reuniones clandestinas. Aunque nunca lo admitiría, por debajo de su talante incomprendido y de genio frustrado, también existía la necesidad de los demás, y pese a sus continuas quejas, de sentir alguna que otra vez algo de movimiento y vida a su alrededor. Así es como vivía, pues, en una ciudad privilegiada en el tiempo por su bullicio artístico e ideológico, aislado casi por completo por propia elección, a la sombra de grandes obras que habrían de pasar a la posteridad, dejando las suyas atrás, olvidadas.
En aquel momento exacto, sin embargo, cuando cesó de repente el furor, al apartarse del cuadro y observarlo por fin completo, fue feliz. Había terminado –esta vez sí- su última obra. Mientras la miraba, entre extasiado y rendido por el cansancio, en su mente palpitaba la imagen de una bella mujer, cuyo nombre había intentado olvidar, sin éxito. Y entonces, desvaneciéndose el momento de triunfo sobre sí mismo, alguien llamó a la puerta y vino a perturbar su vida.

-Adelante, está abierta.- voceó, mientras tapaba la pintura con una sábana.
Entró en el estudio un hombre un poco mayor que él, vestido con ropas sencillas y de aspecto común. No obstante, su paso decidido y su mirada inquisitiva, delataban su origen noble y una educación marcial. Avanzó en dirección a Piero, se detuvo a un metro y medio escaso de él y en un gesto que al pintor se le antojó cómico, se llevó las manos a la espalda e irguió la cabeza, levantando el mentón.
-Piero.- pronunció únicamente como saludo.
-Francesco.- respondió éste, cansino, con el tono del que acepta a una visita inesperada, susceptible de llevar consigo problemas.
-Veo que insistes en tu ridícula pantomima de artista.. sentenció, con un movimiento de la mano con el que quiso abarcar el desorden del estudio para hacerlo más evidente.
-Y yo que a ti te sigue precediendo un agrio hedor a ambición.- contestó sin tapujos.
-Es posible.-se carcajeó- pero se trata de la clase de ambición que me llevará más lejos que a ti en esta vida.
-A la tumba, como a todos. Y probablemente, antes que a muchos.
-Sólo después de ti, una vez te hayas muerto de hambre en este cuchitril.
-Está bien. Está bien.- alzó las manos en señal de tregua.- ¿A qué has venido Francesco?
-He venido a recuperar a mi hermano.
-Perdona que te corrija una vez más… creo que quisiste decir bastardo. Así te despediste de mí, la última vez.
-Hermano, al fin y al cabo. Y hombre resuelto, después de todo.
-¡Ajá! Eso era. Veo que vienes en busca del hombre de armas, en lugar de a rescatar al hermano perdido.
-Vengo a por ti.- dijo secamente, dudó un instante, tragó saliva y toneladas de orgullo,  y en un tono más suave añadió.- A pedir tu ayuda para defender aquello que es nuestro.
-¿Nuestro?- preguntó Piero retóricamente.- ¿Desde cuándo crees que poseo algo que te pueda interesar?
-¡Te hablo de nuestra tierra! ¡No finjas ignorancia!
-De la tierra de ese atajo de tiranos a los que sigues a todas partes como un perro, querrás decir… Ya he oído sobre vuestro pacto, sobre vuestra Liga, sobre vuestros planes para expulsar al enemigo invasor. ¿No te das cuenta, hermano- pronunció la última palabra con desdén.- que vas a cambiar a un lobo por una manada de leones?
-Claro. Nuestros leones. Y los leones están hechos para reinar sobre los suyos.
-No vuelvas la analogía en mi contra. Empañáis la realidad que vosotros mismos creáis para que el resto nos perdamos en la bruma de vuestras tendenciosas palabras.
-Intentamos gobernar.
-Engañáis. Así lo veo yo.
-Entonces estás ciego. Te ofrezco la oportunidad de formar parte de algo grande.
-De una mentira…
-¡Todo lo creado por el hombre es parte de una mentira! Hasta que a fuerza de creerlo se convierte en realidad. Incluso tus cuadros son mentira- dijo señalando amenazador hacia el cuadro recién terminado.
-Veo, por tus manipuladoras palabras, que pese a estar de parte de ellos- Piero se resistía a pronunciar el nombre de la familia Medici.- admiras el trabajo de Maquiavelo.
-Sólo intento ser práctico. Ya sabes, ganar la confianza de los demás.
-A él no le ha ido demasiado bien.- ironizó.
-El hombre sabio a menudo no sigue sus propios consejos. Y llevar la contraria a los que ostentan el poder es peligroso. Tú, mejor que nadie, deberías saberlo.- Dicho esto, se hizo un silencio incómodo, que ninguno de los dos supo cómo interpretar. Piero fue el primero en hablar e intentó hacerlo en tono conciliador, pese a reiterar su negativa.
-Olvídalo Francesco. No voy a ir contigo.
-¡Está bien!- explotó- Quédate aquí, acumulando polvo entre esta basura. ¿Quién crees que eres? Tú y tus cuadros os pudriréis por la humedad y el olvido. ¡Eso si no llega a oídos de los Medici sobre tus reuniones de pordioseros y deciden acabar con la molestia!
Piero, sorprendido, intentó replicar ante la amenaza, pero Francesco, que ya se giraba dispuesto a marchar, alzó la mano, adelantando la inutilidad de esas palabras y añadió:
-Lo sé. Lo sé. ¡Pero tranquilo! No seré yo el que te traicione…- Piero supo que mentía. No hubiera podido explicar cómo o por qué, pero lo supo. Intuición fraternal, quizá. Francesco abandonó el lugar con el mismo paso decidido y la misma presteza que había entrado, sin despedirse.
Una vez su hermano se hubo ido, Piero arrastró un taburete y se sentó frente al cuadro. Pasado un rato de inquietud, en el que no dejaban de resonar en su cabeza las palabras “tus cuadros son mentira”, se armó de valor e hizo caer la sábana, contemplando de nuevo la imagen que había pintado, arrancada de su memoria. Se sintió aliviado y una sensación de paz invadió su ser. Sin embargo, el recuerdo de la velada amenaza de su hermanastro no tardó en regresar y un molesto cosquilleo le recorrió el espinazo,  advirtiéndole del peligro.

Media hora más tarde, abrió la puerta del estudio y gritó el nombre del pobre muchacho que se había empeñado en convertirse en su aprendiz. El chico se presentó al cabo de un par de minutos. Su maestro le esperaba con un paquete –al parecer un cuadro- entre las manos.
-Cosimo, vas a entregar el paquete y esto- Le tendió una carta-. Los dos, carta y cuadro, al mismo lugar. ¿Entendido?
-Clarísimo. ¿Cuándo los haya entregado, debo esperar recompensa o recibo?
-No.- respondió Piero.- Y cuando lo hayas hecho, vete a casa. No vuelvas por aquí hasta mañana.
El chico asintió sólo una vez y desapareció de allí raudo. Ya en soledad, Piero avanzó hasta el estrecho balcón de su estudio y observando la cúpula de la catedral con la puesta de sol de fondo, susurró un nombre de mujer.

Bien entrada la noche una figura solitaria se movía entre las sombras proyectadas por los edificios. Su paso firme, marcial, hacía pensar que no vagabundeaba, sino que tenía un objetivo claro; buscaba una casa de aquel barrio en concreto. Comprobó una vez más que nadie le hubiera visto y se abalanzó sobre una puerta. Forzó la entrada con destreza y sigiloso, penetró en el interior. Apenas cinco minutos después, salió corriendo y se precipitó por la misma calle en penumbra de la que había surgido.
A su espalda, una columna de fuego atizada con lienzos y pinturas, se alzaba como un rugido de león, cobrándose la vida de un artista.




Segunda parte. La vida imitando al arte.

“Cualquier parecido con la realidad no es fruto de la coincidencia, sólo está en vuestra mente”
Sabiduría popular

El volumen del televisor había alcanzado un nivel ensordecedor. Susana podía oír a la perfección el griterío absurdo, atropellado y maleducado del talk show de media tarde. Alzó la vista hacia el techo y dejó escapar un suspiro. Cerró el libro que intentaba leer, pero en cuya lectura no se podía concentrar; lo apartó a un lado incapaz de seguir estudiando y empezó a rebuscar su reproductor mp3 y los auriculares. De reojo, echó un vistazo sobre el reloj de la pared y vio los brazos de Betty Boop señalando las siete y media. “Bueno”, pensó “ya da igual”. Salió de su habitación convencida de que iba siendo hora de cambiar ese reloj por algo de mejor gusto y se metió en el cuarto de baño para arreglarse, pues tenía una cita con su novio a las ocho en punto.
Aunque no era una chica con complejos, su metro sesenta siempre le parecía escaso cuando se miraba en el espejo. Frunciendo los labios, en señal de desagrado, se inclinó un poco y empezó a maquillarse. Pensó en recogerse el pelo un poco, pero como se sentía algo rebelde aquella tarde, al final lo dejó suelto. Su morena melena lo merecía, desde luego. Además, ayudaría a disimular los pendientes, unos inmensos aros que le había regalado Manu, su novio, y que a ella no le gustaban demasiado.
En poco menos de diez minutos estaba lista y se encontró sin nada mejor que hacer que esperar a que dieran las ocho. Vencida por el aburrimiento, se sentó junto a sus padres en el sofá. Su padre, con las gafas de leer caídas a media nariz y el periódico sobre las rodillas, daba cabezadas y su madre estaba completamente absorta en todo lo que salía de la pantalla.
-¿Qué ves?.- Intentó arrancar la conversación con su madre.
-Bueno, pues al idiota este insultando a su exmujer por haberse acostado con el otro.
-¿Y?.
-Lo mejor de todo, la mala puta ha vendido la historia y ha sacado todos los trapos sucios de antes. Doble exclusiva.
Todo esto lo dijo sin dejar de mirar la pantalla. Susana desistió por el momento y en un intento por comprender qué ocurría y encontrar algo de lo que hablar con su madre, se concentró en coger el hilo del programa. “¡Fue ella! Ella siempre fue la que no me tenía en cuenta a mí”, decía el agraviado. La presentadora ante una afirmación no muy provocadora, intentó atizar el fuego de la discusión “¿Insinúas entonces, qué ella ya te engañaba desde mucho antes?” Y él le devolvía la mirada sorprendido pero sin opción de respuesta, pues la interpelada, mucho más hábil y con más experiencia en semejantes lances ya había cogido el relevo “¡Eso es mentira! Es él el que me puso los cuernos. ¡Y yo no soy ninguna zorra, niteatrevasallamarmezorraporquealguientevaapartirlacara! y...”. Y en aquel momento sonó un bocinazo desde la calle. A Susana se le pusieron los pelos de punta.

Manu la esperaba recostado sobre el capó de su flamante coche tuneado. El coche, de tres puertas, tenía los amortiguadores bajos, un alerón que desafiaba la aerodinámica y el buen gusto, tubo de escape doble y centrado, y estaba pintado de rojo nacarado y decorado con vinilo negro en el lateral, imitando el diseño de un tatuaje tribal. Había tenido el detalle de dejar una puerta abierta y la radio del coche encendida, para recibir a Susana con su canción favorita –la de él- de música House.
-Hola cari.- dijo. Pero ella se subió en el coche sin responder. Sólo tras ponerse en marcha, Susana le recriminó a Manu su actitud.
-Tendrías que dejar de pitar cuando vienes a buscarme.
-¿Por qué?.- preguntó sencillamente.
-Porque molestas a los vecinos y me pone nerviosa que te quedes ahí plantado con la música a tope.
-Ya empezamos.- sentenció para sí mismo, más que para ella. Con el gesto torcido, se concentró en conducir.
-No hagas eso.
-¿El qué?
-Ponerte en plan víctima.
-Si me echas la bronca...- protestó. Susana dejó escapar un profundo suspiro y desvió la mirada por la ventana. Veía pasar por delante de sus ojos la misma colección de edificios grises de siempre. Calles sucias. Pavimentos mediocres. No dijo nada durante un buen rato. Al ver que salían de su barrio, preguntó:
-¿Adónde vamos?
-Al Corte Inglés.
-¿Por aquí?
-Primero tengo que parar en otra tienda a que me devuelvan el dinero.
-¿De qué?
-La camiseta que compré el otro día. No me gusta.
-¿Y por qué la compraste?
-Pensaba que me sentaría mejor.
-¿No te la pusiste el sábado para irte de fiesta?
-¡Venga! Estás insoportable ¿eh?
Volvieron a callar los dos, la discusión iba subiendo de tono sin prisas lo que significaba que sería una de las duras. Aparcaron en una calle cualquiera, cerca de Gran Vía. Entraron en la tienda y Manu discutió a gritos con una empleada hasta que consiguió que le devolvieran el dinero. Avergonzada, Susana mantuvo la vista fija en sus zapatos todo el tiempo. Al salir, antes de subir al coche otra vez, él la abrazó y en un gesto de empatía poco usual intentó comprender qué le ocurría.
-Estoy cansada. Cansada de estudiar y trabajar para nada. Cansada de que sólo pienses en salir de fiesta y en comprar tonterías. Cansada sólo de pensar en lo que nos espera.
-Ufff....- fue la respuesta.- Vale, vale. No tenía que haber preguntado.... ¿estás... sensible?
Susana alzó la vista al cielo y con un esfuerzo sobrehumano intentó reprimir las lágrimas de impotencia que amenazaban con empezar a manar sin control. Entonces, algo en su mente se rompió y las ganas de echarse a llorar cesaron de repente. Al procesar la información de sus propias palabras, su imaginación había viajado a un plató de televisión. A una serie de éxito de prime-time. Hasta ahora no lo había entendido del todo, pero ella, que siempre se había considerado diferente, con ambiciones sanas, con ganas de mejorar y salir adelante, se había convertido en la protagonista de su propio telefilme barato. Incluso sus reprimendas a Manu y su desesperación parecían escritas, preparadas, por el mal guionista de un programa que sólo era la copia de otro programa al que contra programaba, en un patético intento de reproducir una realidad que ya era deprimente por sí misma. Una realidad que intentaba cambiar en su favor, pero con el referente equivocado. Y ese era el auténtico problema, la referencia, el punto de apoyo de su nuevo mundo era tan malo, porque ya existía. Susana había comprendido de repente, cómo si hubiera oído su conversación desde fuera, que ya estaba todo dicho, que ese camino ya estaba demasiado andado y que no le iba a llevar a ninguna parte. Todas las discusiones con su novio eran malas interpretaciones. Incluso la ruptura que aparecía como única solución -que lo era, de todas maneras- ya la había visto en televisión.
-Se ha acabado, Manu.
-¡¿Qué?!
-Que quiero dejarlo.
-¿Ahora? ¿Qué he hecho yo?
-Nada, es cosa mía.
-¿Cosa tuya? ¡Serás zorra!... ¿me estás engañando o qué?.-  Manu, que no entendía nada de lo que ocurría, tuvo la reacción que se esperaba de él, y en un impulso irracional y aprendido por estúpido mimetismo, levantó su mano abierta y quiso abofetear a su novia. Pero Susana ya se había echado a correr sin pensarlo. Sonó un trueno, empezaba a llover. Lo que más le sorprendió fue que pese a lo asustada que estaba, una sonrisa asomaba a su rostro, mientras pensaba que esa ruptura era el último acto de concesión que hacía sobre el guión. 
 
En su huída desesperada, Susana se acurrucó en un portal, amparada por las sombras, lejos de las luces de las farolas. La calle estaba muy concurrida, pese a la lluvia y a que ya era tarde, y tenía la esperanza de pasar desapercibida. Sin embargo, al ver a lo lejos a Manu, en el cruce de la calle superior, mirando nervioso hacia un lado y otro entre un mar de paraguas abiertos, le invadió el temor de que pudiera verla e inquieta, abrió la puerta que tenía a su espalda y buscó refugio en el interior del edificio.
Parecía una galería de arte. Había cuadros en exposición y algunas esculturas pequeñas. Supuso que se trataba de una colección privada; estaba segura de que en aquella zona no había ningún museo. El lugar estaba vacío, no veía a nadie y empezó a pensar que quizá la tienda ya estuviera cerrada. Aun así, tenía miedo de salir a la calle enseguida, y de que él pudiera estar esperándola fuera. Decidió quedarse dónde estaba y ya que la puerta estaba abierta, en caso de que alguien notara su presencia, podría alegar que no se había dado cuenta de que ya habían cerrado.
Empezó a andar por la sala y en un intento de distraer su mente de lo que acababa de ocurrir, se concentró en observar los cuadros. Se sentía a gusto, pues al fin y al cabo, ella era estudiante de historia del arte. Todos eran bastante buenos, pero sólo uno de aquellos cuadros le llamó la atención en especial. Quedó parada delante de él por varios minutos y prácticamente le hizo olvidar dónde estaba. El cuadro representaba a una bella mujer, de cabello oscuro y tez morena –como una zíngara- en lo que parecía el estudio del pintor, justo detrás de ella, había un balcón desde el cual se veía la cúpula de una iglesia y en ese balcón, empequeñecida, la figura de un hombre que la miraba.
-No debería estar aquí...
Susana se sobresaltó y dejó escapar un grito. No oyó cómo se le acercaban por detrás.
-Perdón, perdónperdónperdón....
-¡Oh! No, no... no tienes que preocuparte. No me refería a ti.
-¿Ah no?.- suspiró aliviada. Pero entonces comprendió. - ¿Cómo que no?
-Bueno, me refería al cuadro, claro.- Luego, añadió confuso.- Aunque se supone que la tienda está cerrada...
-La puerta...- señaló hacia la entrada.
-Sí, ya lo sé. He caído en que me la había dejado abierta cuando me estaba cambiando, en la trastienda. Venía a cerrar.
Susana se fijó en que el chico con el que hablaba llevaba puesto un uniforme. Era el vigilante de la galería, por supuesto. Intentó dar alguna explicación, pero él la cortó antes de que se pusiera a hablar.
-Tranquila, tranquila. Culpa mía.- dijo levantando una mano y dejando caer la mirada con un exagerado dramatismo fingido, al asumir su error.- No pasa nada, en serio. El dueño ya se ha ido y o mucho me equivoco o tú no has entrado a robar.
-No, no sabía que esto era una galería de arte. Mira, mi exnovio me seguía y yo...
-Vale, vale... las explicaciones sobran.- dijo. No parecía importarle demasiado por qué Susana había entrado. O quizá tan sólo fuera que notando lo nerviosa que estaba, intentaba tranquilizarla.- ¿Entonces qué te parece? ¿Está en su sitio, o no?
Se volvió hacia el cuadro. Lo miró otra vez, se acercó un poco y dijo:
-No sé...- dudó.-... yo diría que es diferente a los otros. Y no digo que estén mal, pero este... este es...
-Es mejor ¿Verdad?.
-Tú lo has dicho.
-Bueno, llevó viéndolo cada noche durante el último mes y ayer llegué a la conclusión que este cuadro es del Renacimiento. Italiano, sin duda. Creo que eso es Santa  María del Fiore.- dijo señalando a la cúpula.- Florencia.
Susana se quedó petrificada mirando al vigilante. “¿Es el vigilante o me ha engañado y es el dueño? ¿Desde cuando un vigilante sabe de arte?”. El pareció leerle el pensamiento.
-Sólo es un trabajo.
-¿Qué?
-Lo de vigilante nocturno. Sólo para ganar dinero. No es lo que soy, sólo algo que hago para ganarme la vida. De momento.
-¿Eres pintor o artista o algo así...?
-No. Escritor.- Ella se quedó muda, pensando en qué podía decirle a un escritor que tenía nociones de arte y se ganaba la vida vigilando una galería. Y la verdad era que no sabía muy bien qué pensar o qué decir.
-¿Cómo acaba un cuadro así aquí?¿No?.-dijo él.- Eso es lo que piensas.
-Sí.- mintió ella.
-Bueno. Yo creo que el que lo pintó no era muy famoso, claro, y que le ocurrió alguna desgracia antes de que pudiera llegar a serlo. La chica que pintó era su amada. Un rival en el amor de ella le retó a un duelo y él murió sin poder terminar el cuadro, ni continuar su obra.
-Pero si está acabado.- protestó ella.
-No. Fíjate bien. Falta algo.- le hizo notar, señalando la parte inferior, junto al marco.
-La firma.
-Eso es. Su rival irrumpió en el estudio, con la espada en la mano... - El vigilante simuló una estocada en el aire.
-¿Tú crees?.- preguntó Susana extrañada. Volviendo a mirar el cuadro, fascinada.
-Podría ser, ¿no?. ¿Si no, qué clase de escritor sería yo? Mira, en este mundo a veces no cuenta tanto lo que es sino lo que podría llegar a ser.
-¿Y eso es bueno o es malo?
-Todavía no lo sé. Supongo que depende de cada uno.
Susana suspiró y miró el reloj.
-Es tarde, creo que debería irme.
-A mí no me molestas, me haces compañía. Si quieres te puedes quedar un rato. Y a lo mejor encontramos otro misterio por ahí.
-Bueno...
-Me llamo Luis.- dijo él, tendiendo su mano. Ella dudó un instante. Ya no recordaba la desesperación y el miedo que había pasado. Cogió la mano de Luis y la estrechó.
-Y yo Susana.