dimarts, 20 de desembre del 2011

A Trazos

A Trazos

Primera parte. El arte imitando a la vida.

“Un cuadro debe ser pintado con el mismo sentimiento con que un criminal comete un crimen"

E. Degás


Piero daba pinceladas furiosas sobre el lienzo.
Su estudio, situado en una casa desde cuyo balcón se alcanzaba a ver la recién acabada basílica de Santa María del Fiore, estaba repleto de cuadros cubiertos y caballetes ocupados por obras a medio terminar. Reinaba allí un cierto desorden, y al mismo tiempo, cada pieza ocupaba el lugar exacto que le correspondía, como es normal en la casa de cualquier artista que intenta reproducir la vida a pequeña escala, es decir, ordenándose en el caos. Iluminada por el sol de última hora de la tarde, que hacía brillar las motas de polvo levantadas por el aire, la estancia había adquirido por sí misma la dignidad de ser inmortalizada en imagen. Sin embargo, ajeno al espectáculo, el pintor movía todo su cuerpo con cada nuevo trazo que daba.
Era un hombre alto, desgarbado, bastante delgado, de brazos largos y según dejaban ver sus movimientos, flexibles. El pelo de color negro le caía sobre los hombros y una barba abundante y pulcramente descuidada, según la moda, le cubría el rostro. Sus ropas de trabajo, alguna vez blancas, estaban manchadas por una caleidoscópica mezcla de colores. Sometido a los efectos de su temperamento apasionado, resoplaba, chasqueaba la lengua y sudaba a mares, intentando con desespero terminar el trabajo que le ocupaba la mente. Piero comenzaba obras ambiciosas que rara vez terminaba, pues sentía una profunda frustración en cuanto a los resultados inmediatos, y esos arrebatos de furor que le llevaban a volcarse sobre sus creaciones se extinguían igual de rápido que aparecían, dejándole completamente extenuado. 
En los últimos años, la ciudad se había visto invadida por un número increíble de  pintores, escultores, arquitectos y músicos, que parecían vivir en cada esquina, en cada casa, dispuestos a realizar hazañas artísticas de todo tipo, iniciando una carrera de fondo de la cual él se había visto descolgado. En opinión de Piero, el conjunto era opresivo y el resultado inmediato, la anulación de su propio talento. El ambiente, demasiado artificial.
A la avanzada edad de treinta y cinco años, sus valedores ya le habían retirado cualquier apoyo. Hacía tiempo que no vendía un solo cuadro, ni recibía encargo de ningún tipo. Su adhesión política de juventud le había llevado a estar del lado de los perdedores de manera constante e inevitable. Así, su ascenso social había sido tan fulgurante como su aislamiento. Enfrentado tanto al omnipresente filósofo como a la familia de los Medici, no había tenido otra opción que la retirada de la vida pública. Papas, emperadores y mecenas por igual, eran objeto de sus agudas críticas. En algún lugar olvidado, en el fondo de un cajón de su escritorio, se encontraba su viejo ensayo -“Refutaciones al Príncipe”- que jamás iba a ver la luz.  “Retirado, en mis cuadros”, era como se refería, en una broma con doble sentido,  a sí mismo.
Aun conservaba ciertas amistades poco recomendables desde un punto de vista oficial, a las que dejaba usar, de tanto en tanto, sus habitaciones para celebrar reuniones clandestinas. Aunque nunca lo admitiría, por debajo de su talante incomprendido y de genio frustrado, también existía la necesidad de los demás, y pese a sus continuas quejas, de sentir alguna que otra vez algo de movimiento y vida a su alrededor. Así es como vivía, pues, en una ciudad privilegiada en el tiempo por su bullicio artístico e ideológico, aislado casi por completo por propia elección, a la sombra de grandes obras que habrían de pasar a la posteridad, dejando las suyas atrás, olvidadas.
En aquel momento exacto, sin embargo, cuando cesó de repente el furor, al apartarse del cuadro y observarlo por fin completo, fue feliz. Había terminado –esta vez sí- su última obra. Mientras la miraba, entre extasiado y rendido por el cansancio, en su mente palpitaba la imagen de una bella mujer, cuyo nombre había intentado olvidar, sin éxito. Y entonces, desvaneciéndose el momento de triunfo sobre sí mismo, alguien llamó a la puerta y vino a perturbar su vida.

-Adelante, está abierta.- voceó, mientras tapaba la pintura con una sábana.
Entró en el estudio un hombre un poco mayor que él, vestido con ropas sencillas y de aspecto común. No obstante, su paso decidido y su mirada inquisitiva, delataban su origen noble y una educación marcial. Avanzó en dirección a Piero, se detuvo a un metro y medio escaso de él y en un gesto que al pintor se le antojó cómico, se llevó las manos a la espalda e irguió la cabeza, levantando el mentón.
-Piero.- pronunció únicamente como saludo.
-Francesco.- respondió éste, cansino, con el tono del que acepta a una visita inesperada, susceptible de llevar consigo problemas.
-Veo que insistes en tu ridícula pantomima de artista.. sentenció, con un movimiento de la mano con el que quiso abarcar el desorden del estudio para hacerlo más evidente.
-Y yo que a ti te sigue precediendo un agrio hedor a ambición.- contestó sin tapujos.
-Es posible.-se carcajeó- pero se trata de la clase de ambición que me llevará más lejos que a ti en esta vida.
-A la tumba, como a todos. Y probablemente, antes que a muchos.
-Sólo después de ti, una vez te hayas muerto de hambre en este cuchitril.
-Está bien. Está bien.- alzó las manos en señal de tregua.- ¿A qué has venido Francesco?
-He venido a recuperar a mi hermano.
-Perdona que te corrija una vez más… creo que quisiste decir bastardo. Así te despediste de mí, la última vez.
-Hermano, al fin y al cabo. Y hombre resuelto, después de todo.
-¡Ajá! Eso era. Veo que vienes en busca del hombre de armas, en lugar de a rescatar al hermano perdido.
-Vengo a por ti.- dijo secamente, dudó un instante, tragó saliva y toneladas de orgullo,  y en un tono más suave añadió.- A pedir tu ayuda para defender aquello que es nuestro.
-¿Nuestro?- preguntó Piero retóricamente.- ¿Desde cuándo crees que poseo algo que te pueda interesar?
-¡Te hablo de nuestra tierra! ¡No finjas ignorancia!
-De la tierra de ese atajo de tiranos a los que sigues a todas partes como un perro, querrás decir… Ya he oído sobre vuestro pacto, sobre vuestra Liga, sobre vuestros planes para expulsar al enemigo invasor. ¿No te das cuenta, hermano- pronunció la última palabra con desdén.- que vas a cambiar a un lobo por una manada de leones?
-Claro. Nuestros leones. Y los leones están hechos para reinar sobre los suyos.
-No vuelvas la analogía en mi contra. Empañáis la realidad que vosotros mismos creáis para que el resto nos perdamos en la bruma de vuestras tendenciosas palabras.
-Intentamos gobernar.
-Engañáis. Así lo veo yo.
-Entonces estás ciego. Te ofrezco la oportunidad de formar parte de algo grande.
-De una mentira…
-¡Todo lo creado por el hombre es parte de una mentira! Hasta que a fuerza de creerlo se convierte en realidad. Incluso tus cuadros son mentira- dijo señalando amenazador hacia el cuadro recién terminado.
-Veo, por tus manipuladoras palabras, que pese a estar de parte de ellos- Piero se resistía a pronunciar el nombre de la familia Medici.- admiras el trabajo de Maquiavelo.
-Sólo intento ser práctico. Ya sabes, ganar la confianza de los demás.
-A él no le ha ido demasiado bien.- ironizó.
-El hombre sabio a menudo no sigue sus propios consejos. Y llevar la contraria a los que ostentan el poder es peligroso. Tú, mejor que nadie, deberías saberlo.- Dicho esto, se hizo un silencio incómodo, que ninguno de los dos supo cómo interpretar. Piero fue el primero en hablar e intentó hacerlo en tono conciliador, pese a reiterar su negativa.
-Olvídalo Francesco. No voy a ir contigo.
-¡Está bien!- explotó- Quédate aquí, acumulando polvo entre esta basura. ¿Quién crees que eres? Tú y tus cuadros os pudriréis por la humedad y el olvido. ¡Eso si no llega a oídos de los Medici sobre tus reuniones de pordioseros y deciden acabar con la molestia!
Piero, sorprendido, intentó replicar ante la amenaza, pero Francesco, que ya se giraba dispuesto a marchar, alzó la mano, adelantando la inutilidad de esas palabras y añadió:
-Lo sé. Lo sé. ¡Pero tranquilo! No seré yo el que te traicione…- Piero supo que mentía. No hubiera podido explicar cómo o por qué, pero lo supo. Intuición fraternal, quizá. Francesco abandonó el lugar con el mismo paso decidido y la misma presteza que había entrado, sin despedirse.
Una vez su hermano se hubo ido, Piero arrastró un taburete y se sentó frente al cuadro. Pasado un rato de inquietud, en el que no dejaban de resonar en su cabeza las palabras “tus cuadros son mentira”, se armó de valor e hizo caer la sábana, contemplando de nuevo la imagen que había pintado, arrancada de su memoria. Se sintió aliviado y una sensación de paz invadió su ser. Sin embargo, el recuerdo de la velada amenaza de su hermanastro no tardó en regresar y un molesto cosquilleo le recorrió el espinazo,  advirtiéndole del peligro.

Media hora más tarde, abrió la puerta del estudio y gritó el nombre del pobre muchacho que se había empeñado en convertirse en su aprendiz. El chico se presentó al cabo de un par de minutos. Su maestro le esperaba con un paquete –al parecer un cuadro- entre las manos.
-Cosimo, vas a entregar el paquete y esto- Le tendió una carta-. Los dos, carta y cuadro, al mismo lugar. ¿Entendido?
-Clarísimo. ¿Cuándo los haya entregado, debo esperar recompensa o recibo?
-No.- respondió Piero.- Y cuando lo hayas hecho, vete a casa. No vuelvas por aquí hasta mañana.
El chico asintió sólo una vez y desapareció de allí raudo. Ya en soledad, Piero avanzó hasta el estrecho balcón de su estudio y observando la cúpula de la catedral con la puesta de sol de fondo, susurró un nombre de mujer.

Bien entrada la noche una figura solitaria se movía entre las sombras proyectadas por los edificios. Su paso firme, marcial, hacía pensar que no vagabundeaba, sino que tenía un objetivo claro; buscaba una casa de aquel barrio en concreto. Comprobó una vez más que nadie le hubiera visto y se abalanzó sobre una puerta. Forzó la entrada con destreza y sigiloso, penetró en el interior. Apenas cinco minutos después, salió corriendo y se precipitó por la misma calle en penumbra de la que había surgido.
A su espalda, una columna de fuego atizada con lienzos y pinturas, se alzaba como un rugido de león, cobrándose la vida de un artista.




Segunda parte. La vida imitando al arte.

“Cualquier parecido con la realidad no es fruto de la coincidencia, sólo está en vuestra mente”
Sabiduría popular

El volumen del televisor había alcanzado un nivel ensordecedor. Susana podía oír a la perfección el griterío absurdo, atropellado y maleducado del talk show de media tarde. Alzó la vista hacia el techo y dejó escapar un suspiro. Cerró el libro que intentaba leer, pero en cuya lectura no se podía concentrar; lo apartó a un lado incapaz de seguir estudiando y empezó a rebuscar su reproductor mp3 y los auriculares. De reojo, echó un vistazo sobre el reloj de la pared y vio los brazos de Betty Boop señalando las siete y media. “Bueno”, pensó “ya da igual”. Salió de su habitación convencida de que iba siendo hora de cambiar ese reloj por algo de mejor gusto y se metió en el cuarto de baño para arreglarse, pues tenía una cita con su novio a las ocho en punto.
Aunque no era una chica con complejos, su metro sesenta siempre le parecía escaso cuando se miraba en el espejo. Frunciendo los labios, en señal de desagrado, se inclinó un poco y empezó a maquillarse. Pensó en recogerse el pelo un poco, pero como se sentía algo rebelde aquella tarde, al final lo dejó suelto. Su morena melena lo merecía, desde luego. Además, ayudaría a disimular los pendientes, unos inmensos aros que le había regalado Manu, su novio, y que a ella no le gustaban demasiado.
En poco menos de diez minutos estaba lista y se encontró sin nada mejor que hacer que esperar a que dieran las ocho. Vencida por el aburrimiento, se sentó junto a sus padres en el sofá. Su padre, con las gafas de leer caídas a media nariz y el periódico sobre las rodillas, daba cabezadas y su madre estaba completamente absorta en todo lo que salía de la pantalla.
-¿Qué ves?.- Intentó arrancar la conversación con su madre.
-Bueno, pues al idiota este insultando a su exmujer por haberse acostado con el otro.
-¿Y?.
-Lo mejor de todo, la mala puta ha vendido la historia y ha sacado todos los trapos sucios de antes. Doble exclusiva.
Todo esto lo dijo sin dejar de mirar la pantalla. Susana desistió por el momento y en un intento por comprender qué ocurría y encontrar algo de lo que hablar con su madre, se concentró en coger el hilo del programa. “¡Fue ella! Ella siempre fue la que no me tenía en cuenta a mí”, decía el agraviado. La presentadora ante una afirmación no muy provocadora, intentó atizar el fuego de la discusión “¿Insinúas entonces, qué ella ya te engañaba desde mucho antes?” Y él le devolvía la mirada sorprendido pero sin opción de respuesta, pues la interpelada, mucho más hábil y con más experiencia en semejantes lances ya había cogido el relevo “¡Eso es mentira! Es él el que me puso los cuernos. ¡Y yo no soy ninguna zorra, niteatrevasallamarmezorraporquealguientevaapartirlacara! y...”. Y en aquel momento sonó un bocinazo desde la calle. A Susana se le pusieron los pelos de punta.

Manu la esperaba recostado sobre el capó de su flamante coche tuneado. El coche, de tres puertas, tenía los amortiguadores bajos, un alerón que desafiaba la aerodinámica y el buen gusto, tubo de escape doble y centrado, y estaba pintado de rojo nacarado y decorado con vinilo negro en el lateral, imitando el diseño de un tatuaje tribal. Había tenido el detalle de dejar una puerta abierta y la radio del coche encendida, para recibir a Susana con su canción favorita –la de él- de música House.
-Hola cari.- dijo. Pero ella se subió en el coche sin responder. Sólo tras ponerse en marcha, Susana le recriminó a Manu su actitud.
-Tendrías que dejar de pitar cuando vienes a buscarme.
-¿Por qué?.- preguntó sencillamente.
-Porque molestas a los vecinos y me pone nerviosa que te quedes ahí plantado con la música a tope.
-Ya empezamos.- sentenció para sí mismo, más que para ella. Con el gesto torcido, se concentró en conducir.
-No hagas eso.
-¿El qué?
-Ponerte en plan víctima.
-Si me echas la bronca...- protestó. Susana dejó escapar un profundo suspiro y desvió la mirada por la ventana. Veía pasar por delante de sus ojos la misma colección de edificios grises de siempre. Calles sucias. Pavimentos mediocres. No dijo nada durante un buen rato. Al ver que salían de su barrio, preguntó:
-¿Adónde vamos?
-Al Corte Inglés.
-¿Por aquí?
-Primero tengo que parar en otra tienda a que me devuelvan el dinero.
-¿De qué?
-La camiseta que compré el otro día. No me gusta.
-¿Y por qué la compraste?
-Pensaba que me sentaría mejor.
-¿No te la pusiste el sábado para irte de fiesta?
-¡Venga! Estás insoportable ¿eh?
Volvieron a callar los dos, la discusión iba subiendo de tono sin prisas lo que significaba que sería una de las duras. Aparcaron en una calle cualquiera, cerca de Gran Vía. Entraron en la tienda y Manu discutió a gritos con una empleada hasta que consiguió que le devolvieran el dinero. Avergonzada, Susana mantuvo la vista fija en sus zapatos todo el tiempo. Al salir, antes de subir al coche otra vez, él la abrazó y en un gesto de empatía poco usual intentó comprender qué le ocurría.
-Estoy cansada. Cansada de estudiar y trabajar para nada. Cansada de que sólo pienses en salir de fiesta y en comprar tonterías. Cansada sólo de pensar en lo que nos espera.
-Ufff....- fue la respuesta.- Vale, vale. No tenía que haber preguntado.... ¿estás... sensible?
Susana alzó la vista al cielo y con un esfuerzo sobrehumano intentó reprimir las lágrimas de impotencia que amenazaban con empezar a manar sin control. Entonces, algo en su mente se rompió y las ganas de echarse a llorar cesaron de repente. Al procesar la información de sus propias palabras, su imaginación había viajado a un plató de televisión. A una serie de éxito de prime-time. Hasta ahora no lo había entendido del todo, pero ella, que siempre se había considerado diferente, con ambiciones sanas, con ganas de mejorar y salir adelante, se había convertido en la protagonista de su propio telefilme barato. Incluso sus reprimendas a Manu y su desesperación parecían escritas, preparadas, por el mal guionista de un programa que sólo era la copia de otro programa al que contra programaba, en un patético intento de reproducir una realidad que ya era deprimente por sí misma. Una realidad que intentaba cambiar en su favor, pero con el referente equivocado. Y ese era el auténtico problema, la referencia, el punto de apoyo de su nuevo mundo era tan malo, porque ya existía. Susana había comprendido de repente, cómo si hubiera oído su conversación desde fuera, que ya estaba todo dicho, que ese camino ya estaba demasiado andado y que no le iba a llevar a ninguna parte. Todas las discusiones con su novio eran malas interpretaciones. Incluso la ruptura que aparecía como única solución -que lo era, de todas maneras- ya la había visto en televisión.
-Se ha acabado, Manu.
-¡¿Qué?!
-Que quiero dejarlo.
-¿Ahora? ¿Qué he hecho yo?
-Nada, es cosa mía.
-¿Cosa tuya? ¡Serás zorra!... ¿me estás engañando o qué?.-  Manu, que no entendía nada de lo que ocurría, tuvo la reacción que se esperaba de él, y en un impulso irracional y aprendido por estúpido mimetismo, levantó su mano abierta y quiso abofetear a su novia. Pero Susana ya se había echado a correr sin pensarlo. Sonó un trueno, empezaba a llover. Lo que más le sorprendió fue que pese a lo asustada que estaba, una sonrisa asomaba a su rostro, mientras pensaba que esa ruptura era el último acto de concesión que hacía sobre el guión. 
 
En su huída desesperada, Susana se acurrucó en un portal, amparada por las sombras, lejos de las luces de las farolas. La calle estaba muy concurrida, pese a la lluvia y a que ya era tarde, y tenía la esperanza de pasar desapercibida. Sin embargo, al ver a lo lejos a Manu, en el cruce de la calle superior, mirando nervioso hacia un lado y otro entre un mar de paraguas abiertos, le invadió el temor de que pudiera verla e inquieta, abrió la puerta que tenía a su espalda y buscó refugio en el interior del edificio.
Parecía una galería de arte. Había cuadros en exposición y algunas esculturas pequeñas. Supuso que se trataba de una colección privada; estaba segura de que en aquella zona no había ningún museo. El lugar estaba vacío, no veía a nadie y empezó a pensar que quizá la tienda ya estuviera cerrada. Aun así, tenía miedo de salir a la calle enseguida, y de que él pudiera estar esperándola fuera. Decidió quedarse dónde estaba y ya que la puerta estaba abierta, en caso de que alguien notara su presencia, podría alegar que no se había dado cuenta de que ya habían cerrado.
Empezó a andar por la sala y en un intento de distraer su mente de lo que acababa de ocurrir, se concentró en observar los cuadros. Se sentía a gusto, pues al fin y al cabo, ella era estudiante de historia del arte. Todos eran bastante buenos, pero sólo uno de aquellos cuadros le llamó la atención en especial. Quedó parada delante de él por varios minutos y prácticamente le hizo olvidar dónde estaba. El cuadro representaba a una bella mujer, de cabello oscuro y tez morena –como una zíngara- en lo que parecía el estudio del pintor, justo detrás de ella, había un balcón desde el cual se veía la cúpula de una iglesia y en ese balcón, empequeñecida, la figura de un hombre que la miraba.
-No debería estar aquí...
Susana se sobresaltó y dejó escapar un grito. No oyó cómo se le acercaban por detrás.
-Perdón, perdónperdónperdón....
-¡Oh! No, no... no tienes que preocuparte. No me refería a ti.
-¿Ah no?.- suspiró aliviada. Pero entonces comprendió. - ¿Cómo que no?
-Bueno, me refería al cuadro, claro.- Luego, añadió confuso.- Aunque se supone que la tienda está cerrada...
-La puerta...- señaló hacia la entrada.
-Sí, ya lo sé. He caído en que me la había dejado abierta cuando me estaba cambiando, en la trastienda. Venía a cerrar.
Susana se fijó en que el chico con el que hablaba llevaba puesto un uniforme. Era el vigilante de la galería, por supuesto. Intentó dar alguna explicación, pero él la cortó antes de que se pusiera a hablar.
-Tranquila, tranquila. Culpa mía.- dijo levantando una mano y dejando caer la mirada con un exagerado dramatismo fingido, al asumir su error.- No pasa nada, en serio. El dueño ya se ha ido y o mucho me equivoco o tú no has entrado a robar.
-No, no sabía que esto era una galería de arte. Mira, mi exnovio me seguía y yo...
-Vale, vale... las explicaciones sobran.- dijo. No parecía importarle demasiado por qué Susana había entrado. O quizá tan sólo fuera que notando lo nerviosa que estaba, intentaba tranquilizarla.- ¿Entonces qué te parece? ¿Está en su sitio, o no?
Se volvió hacia el cuadro. Lo miró otra vez, se acercó un poco y dijo:
-No sé...- dudó.-... yo diría que es diferente a los otros. Y no digo que estén mal, pero este... este es...
-Es mejor ¿Verdad?.
-Tú lo has dicho.
-Bueno, llevó viéndolo cada noche durante el último mes y ayer llegué a la conclusión que este cuadro es del Renacimiento. Italiano, sin duda. Creo que eso es Santa  María del Fiore.- dijo señalando a la cúpula.- Florencia.
Susana se quedó petrificada mirando al vigilante. “¿Es el vigilante o me ha engañado y es el dueño? ¿Desde cuando un vigilante sabe de arte?”. El pareció leerle el pensamiento.
-Sólo es un trabajo.
-¿Qué?
-Lo de vigilante nocturno. Sólo para ganar dinero. No es lo que soy, sólo algo que hago para ganarme la vida. De momento.
-¿Eres pintor o artista o algo así...?
-No. Escritor.- Ella se quedó muda, pensando en qué podía decirle a un escritor que tenía nociones de arte y se ganaba la vida vigilando una galería. Y la verdad era que no sabía muy bien qué pensar o qué decir.
-¿Cómo acaba un cuadro así aquí?¿No?.-dijo él.- Eso es lo que piensas.
-Sí.- mintió ella.
-Bueno. Yo creo que el que lo pintó no era muy famoso, claro, y que le ocurrió alguna desgracia antes de que pudiera llegar a serlo. La chica que pintó era su amada. Un rival en el amor de ella le retó a un duelo y él murió sin poder terminar el cuadro, ni continuar su obra.
-Pero si está acabado.- protestó ella.
-No. Fíjate bien. Falta algo.- le hizo notar, señalando la parte inferior, junto al marco.
-La firma.
-Eso es. Su rival irrumpió en el estudio, con la espada en la mano... - El vigilante simuló una estocada en el aire.
-¿Tú crees?.- preguntó Susana extrañada. Volviendo a mirar el cuadro, fascinada.
-Podría ser, ¿no?. ¿Si no, qué clase de escritor sería yo? Mira, en este mundo a veces no cuenta tanto lo que es sino lo que podría llegar a ser.
-¿Y eso es bueno o es malo?
-Todavía no lo sé. Supongo que depende de cada uno.
Susana suspiró y miró el reloj.
-Es tarde, creo que debería irme.
-A mí no me molestas, me haces compañía. Si quieres te puedes quedar un rato. Y a lo mejor encontramos otro misterio por ahí.
-Bueno...
-Me llamo Luis.- dijo él, tendiendo su mano. Ella dudó un instante. Ya no recordaba la desesperación y el miedo que había pasado. Cogió la mano de Luis y la estrechó.
-Y yo Susana.


dissabte, 5 de novembre del 2011

TREN DE VIDA



Tren de vida.


Vistas de la Torre de la Miranda desde las vías del tren. 1986


Un tren de vida. Sí, así empieza, con esa expresión que usa la gente para referirse a su potencial adquisitivo, o en llanas palabras: a su gusto por el lujo, demasiadas veces sin conexión auténtica con la realidad. Veamos, ¿por qué engañarnos? La gente se refiere a su “tren de vida” cuando éste es un AVE que no se puede permitir y lo coge de todas maneras, no un cercanías que lo lleva al trabajo, renqueando, tarde y mal. Nunca he subido a ningún “alta velocidad”, ni de hecho, a nada que se le parezca y no tenga alas. Esto debería daros algunas pistas de lo que sigue a continuación. Sin embargo, no se me ocurría mejor manera de empezar –y titular- un meta relato que trata de cómo escribir una historia sobre trenes, que con la más socorrida metáfora –valga el oportunismo- al uso.

Cuando me propuse contar una historia sobre el ferrocarril, lo primero que me vino a la cabeza fue que apenas a quinientos metros de mi casa, en la que viví... quiero decir, vivo, desde hace más de treinta años –despojémonos del romanticismo innecesario- hay una vía. La que aleja –o acerca- los trenes de Barcelona por el sur-oeste de la ciudad. Durante mi infancia, los alrededores de las vías del tren conformaban un paraje algo inhóspito y salvaje, con muy poco cemento y mucha mala hierba.

Había un apeadero que no recuerdo nunca funcionando, aunque al nacer yo, al parecer aun lo hacía. En algún álbum de fotos, en blanco y negro, existe una en la que mi padre me pasea en carrito por allí. Me aseguran que el ruido y el aire que salía despedido al paso de los trenes resultaban sedantes para mí, aunque supongo que si me dormía era por el cansancio, después de toda la excitación provocada por la visión de aquellos gigantescos convoyes. Los que más llamaron siempre mi atención fueron los Mercancías; con sus enormes, monolíticas locomotoras, hechas de toneladas de hierro, que en mi memoria siempre son amarillas y que se desplazaban con sumo cuidado sobre los, en apariencia, débiles raíles y los travesaños de madera vieja.

Por las tardes, nada más llegar mi padre del trabajo, yo ya estaba ansioso por salir, no paraba de protestar hasta que lo conseguía y al llegar al apeadero, quedaba cómo hipnotizado. Por las noches, el ruido de los trenes llegaba hasta mi casa y de vez en cuando, algún agudo silbido reconfortaba mi sueño

Tengo que pedirle aquella foto a mi madre.

Cruzar las vías se convirtió en una obsesión durante mi infancia. Por dos motivos. El esencial era que al otro lado está el parque más grande del pueblo. Y no menos importante que la promesa de los juegos que allí nos esperaban, estaba el hecho de que el acto de cruzar era ya de por sí una auténtica aventura. Cómo mínimo, con otras dos variantes igual de atractivas y peligrosas para un crío: cruzar por las vías o por encima de ellas.

En aquellos años –los primeros ochenta- las barreras parecían no existir, sólo podíamos cruzar de manera más o menos segura al lado del apeadero, dónde se había dispuesto un rudimentario paso a nivel, en el que la visión de los dos extremos, sendas curvas, era algo mejor. Los valientes lo hacían un poco más abajo, apelando a su infalible oído o a su bravura, mientras esperaban que algún tren apareciera por el horizonte, para retirarse en el último momento.

La segunda opción era un puente de madera en progresivo y preocupante deterioro, que ya casi no se usaba. Mi madre se ponía cómo loca cuando se le pasaba por la cabeza la posibilidad de que subiéramos allí, pues algunas tablas estaban sueltas y otras podridas. La última vez que subí, junto a mi padre y mi hermano pequeño, nos llevamos una bronca de proporciones bíblicas. Pero la visión que desde allí teníamos de los trenes acercándose y alejándose a toda velocidad –el apeadero ya había sido abandonado y no paraba ninguno- era apoteósica. Hacía que el riesgo corrido valiera la pena. Por no decir que el amenazante temblor de toda la estructura le daba el toque adecuado y definitivo a la excursión.

Cómo os podéis imaginar, con el tiempo todo aquello despareció. El puente fue desmantelado y sustituido por un bonito túnel peatonal tras una obra interminable; se dispuso una valla a cada lado de la vía; el paso a nivel fue retirado después de que tapiaran las entradas al apeadero. Poco más tarde, alguien derribó una de las entradas y aquellos barracones se convirtieron por cierto tiempo en una guarida de yonkis y basura. Durante un lustro fue mejor evitar la zona y corrieron todo tipo de leyendas urbanas entre los niños de mi edad, típicas de lugares abandonados... ya sabéis a qué me refiero: asesinatos y rituales satánicos. Cada tanto, algún chaval del barrio aseguraba que había estado allí con unos amigos “haciendo la ouija” y que habían visto un fantasma, en la mayoría de casos el de algún drogadicto al que lo había apuñalado otro, con especial ensañamiento. Es más que probable que nada de aquello fuera cierto, pero tristemente, lo que si ocurrió fue que el abandono y soledad de la zona propiciaron que más de un alma torturada fuera a sacrificarse allí. Y seamos sinceros ¿qué vía de tren que se precie podría ser absuelta en el juicio de los suicidas?

Dado el poco “glamour” que desprendía toda esta parte del abandono, las drogas y los suicidios, en una segunda fase pensé en escribir sobre maquetas de tren, que también las hubo en aquellos años.

Mi hermana mayor se casó cuando yo tenía seis. Ella y su marido se fueron a vivir al casco antiguo, que entonces y por aquellas paradojas del progreso, se había convertido en el “casco nuevo”, y compraron un piso bastante grande con varias habitaciones. En una de ellas, mi cuñado, que es un gran amante de barcos y trenes, montó una enorme maqueta –ocupaba casi toda la habitación- con todo tipo de detalles. Resultaba ser un mundo ideal, el de aquella maqueta, con sus prados verdes, sus animales de granja, coches antiguos, un guardia de estación que parecía sacado de una película francesa –con gorra azul cuadrada y bigote retorcido incluidos- parejas paseando por el andén y una enorme vía circular de gran recorrido. Por supuesto, también había un túnel. ¡Fantástico!... en todos los sentidos posibles, dada la cruda realidad. Pasaba horas enteras allí con mi hermano simulando accidentes ferroviarios, y más tarde, al adquirir mi cuñado más de un modelo de locomotora, llevándolos a cabo. Cuando me quedaba solo, imaginaba que empequeñecía y me escondía dentro de los vagones, que viajaba lejos y nadie me podía encontrar. Era fácil coger ese tren. Me pregunto hasta qué punto aquel sustitutivo de la realidad fue planeado por mis mayores para mantenerme alejado del apeadero maldito.

Luego todo cambió. Dejé los trenes simulados y me subí en uno con un viaje mucho más frenético y extraño: el de la adolescencia. Los trenes de aquella parte de mi vida eran rápidos y cortos, y casi siempre con un destino fijo y puramente hedonista. Eran trenes que me llevaban a Tarragona, viajando a lo largo de la costa, hacia parques de atracciones y traqueteantes montañas rusas, que también fueron mis trenes adolescentes, con subidas prometedoras y bajadas incontrolables, revestidas de miedo mal disimulado. O a festivales de música y discotecas, con idas ansiosas y venidas amargas. Recuerdo aquel tren de la línea Barcelona-Puigcerdà, del que todos decían que estaba tan mal y cuyo trayecto se hacía eterno. Pues bien, tenían razón, era eterno y el tiempo parecía detenerse, pero creo que por eso mismo lo disfruté tanto. Lo hice después de regresar de un festival en Pamplona. Estaba cansado, tenía sueño, resaca, me dolía todo el cuerpo, pero cada estación, cada parada, cada persona que se subía y bajaba, hacía que aflorara una nueva historia en mi mente: fugitivos, estrellas del rock que viajaban de incógnito, amas de casa que huían de maridos demasiado celosos… Al llegar al pirineo, los túneles daban paso a un mundo diferente. Valles y montañas que parecían de otro planeta y más allá, las enigmáticas vías francesas y su anchura –o estrechez, según desde el lado de la frontera que lo miréis- diferente. Me acordé de las maquetas y me pregunté si al parpadear no aparecería en la habitación del piso de mi hermana.

También descubrí entonces el auténtico y genuino tren urbano: el metro. Con sus túneles laberínticos y oscuros; que resultan una metáfora apropiada para revestir esta parte de la historia. Sí, lo apunto, es una buena idea que os hable de esto. Porque el metro es otra de esas partes exentas de clase. El tren subterráneo a nadie le gusta, huele mal y está masificado, pero resulta muy útil para expandir un horizonte interior limitado sin que nadie se dé cuenta, a escondidas y de manera anónima, así empezando a pensar que el mundo es mucho más grande, y que si te esfuerzas un poco, aun llegarás para coger aquel Transiberiano, el de las novelas negras de dudosa calidad que empiezas a leer con dieciséis años, en el que una mujer mayor que tú, vestida de negro te mirará de forma lasciva tras sus gafas de sol, en el vagón restaurante, mientras deja escapar el humo del cigarrillo, lánguidamente entre sus labios y te llevara cogido de la mano a su compartimento, sin mediar palabra, y haréis el amor de manera desenfrenada. Porque, damas y caballeros, así es el tren de la adolescencia: fantasioso, subterráneo, un poco sucio y a la vez inexplorado y sensual. Pero eso ya lo sabéis ¿verdad? Quizá en aquel interraíl que me prometí hacer y nunca hice... pero olvidémonos de terceras y cuartas dimensiones literarias.

Ese tren pasa rápido y para en contadas ocasiones, como el viejo Talgo. De repente te encuentras en el inicio de la edad adulta. Uno en el que los trenes literarios ya son otra cosa, con más calidad y unas promesas que todavía parecen al alcance de la punta de los dedos. Los únicos que parecen atraerte son lejanos y de papel, cómo los que cogen los vagabundos del dharma en las novelas de Kerouac para cruzar el país en calidad de polizontes. Porque un tren de vida también tiene polizontes, aquellos que no viajan con y como el resto, y está lleno de huecos en los que esconderse para huir de revisores dispuestos a impedir que emprendas una nueva –y emocionante- aventura.

Además, la edad adulta tiene otra característica metáfora, la tercera y última de este extraño relato: la de los trenes que uno pierde. Al final resulta que todas las historias –y esta no es una excepción- van de eso mismo. De una locomotora que te pasa muy cerca, y nada más verla quedas anestesiado por su imponente belleza y lo único que puedes hacer es suspirar con dolor cuando ves que se aleja. O subirte a ella de un salto, con los ojos cerrados, sin saber adónde te va a llevar o dónde tendrás que bajar. En una invariable conversación, al pasar cerca de una estación cualquiera, la que sea, una y otra vez le vengo al amigo que me acompañe ese día con el mismo cuento: “¿Nunca te han dado ganas de entrar y sacar un billete con los ojos cerrados o subirte al primero que pase y que te lleve a cualquier parte que no sea aquí?”.

¡Ah, el motor de la historia! ¡El misterio! El gusto por lo desconocido y la curiosidad por explorar nuevos caminos, nuevos paisajes, nuevos cuerpos. Porque eso es, claro está, por mucho que nos empeñemos en desnudarlo, el amor por los trenes es un amor romántico –casi platónico- y para escribir sobre trenes hay que tener acceso –incompleto aun- a una musa misteriosa. Y ahí me tenéis a mí, justo al pie de página dispuesto a afrontar otro reto y a escribir un relato sobre trenes que lo tenga todo en su justa medida: nostalgia, aventura, riesgo, descarrilamientos, literatura, realismo, romanticismo, misterio, un toque de lujuria y una mujer fatal; todo adobado con un sabor añejo a hierro y madera. Como un buen whisky.

“Estoy esperando el tren en la estación del pueblo, durante los tumultuosos días en que los terremotos sacudieron la tierra y las revoluciones el cielo de miles, millones, de personas. Voy directo al corazón palpitante de la ciudad. Ya en la estación del Centro el ambiente es de un ajetreo aun mayor que el de un viernes cualquiera. Turistas, trabajadores, timadores y rebeldes viajan todos en el mismo vagón y se bajan en la misma estación. Estoy extasiado. “Plaça Catalunya” está abarrotada, miles de voces claman contra la injusticia, unidas, y yo me siento en el suelo junto a mis amigos, mi hermano y me pongo a gritar, por nuestra libertad. Es un tópico. ¡Pero qué más dará, si es sincero! “Este tren no se me va a escapar”, me digo a mí mismo en ese momento “Quiero formar parte de esto”. Esperaremos, cómo aquellos niños valientes, después de la curva y aguzaremos el oído para escuchar el silbato justo a tiempo.

Gente, gente, gente. Las bocas del metro y la estación la escupen y la hacen manar a borbotones y ahí, en algún lugar está Ella –preciosa, inteligente y sensible- entre la muchedumbre y yo no lo sé, porque alguien ha decidido dejarme sin cobertura de red en el móvil y no he podido leer su mensaje. Pasan una, dos y tres horas y los trenes no dejan de traer y llevarse a más y más gente. Al final puede más el hambre y dejamos la Revolución para los demás... al menos de momento. Nos subimos al metro, esta vez, para regresar a casa. En los túneles, un milagro de la era moderna me permite leer el correo “¿Estás ahí? Llámame.” Pero, de nuevo, por segunda vez en mi vida, un tren me aleja en lugar de acercarme ¿O acaso he cogido el tren equivocado? Se escapa. Vías, raíles, gente... me mareo. ¿Adónde voy? ¿Volveré a verla alguna vez?”

Nada más llegar, decidí escribir este relato sobre los trenes, pero no tenía muy claro qué método seguir o qué historia contar. Un buen amigo hace un par de días me dijo “Escribe sobre lo que conoces”. Así que repasé mentalmente todos y cada uno de los trenes que había visto, leído, perdido y cogido en mi vida. Desde los mercancías americanos rebosantes de “beats”, a los inter-raíles europeos llenos de mochileros. De los trayectos por la playa hacia Tarragona, al sur, a las montañas nevadas del Pirineo, en el norte. O los paseos que aun a día de hoy doy cerca de las vías, ahí, a un tiro de piedra de casa.

No sabía ni por dónde empezar, así que fui de adelante hacia atrás, para luego volver a empezar, y en la última parada me di cuenta de que mi tren de vida no es de lujo, pero sí que fue un lujo subirse en este tren.



dissabte, 29 d’octubre del 2011

Una llena repleta de uñas

Sentado sobre una roca, en lo alto de una colina, en un cruce de caminos, emborrachándose con aguardiente bebida directamente del pellejo, mientras acariciaba la bolsa que colgaba de su cinturón, Teodorico Matadragones comprendió que su existencia había perdido el sentido.
Continuó de la misma manera, ingiriendo cantidades desmesuradas de alcohol -incluso para él- durante horas. Ya con los ojos vidriosos, la vista emborronada e intoxicado hasta un punto irremediable, abrió la bolsa y esparció su contenido en el hueco que sus piernas cruzadas formaban sobre la roca. Un número considerable de uñas de dragón quedaron amontonadas. Escogió una al azar y con mucho cuidado, guardó el resto en la bolsa. La levantó y la observó con curiosidad de borracho. Su cara experimentó unos cambios repentinos, primero una leve sonrisa de desdén, que luego se convirtió en una mueca dolorosa.
Va continuar de la mateixa manera, ingerint quantitats desmesurades d'alcohol -fins i tot per ell- durant molta estona. Amb els ulls entelats i la vista borrosa, intoxicat sense remei, va obrir la bossa i la va buidar entre les seves cames creuades, a sobre la roca. En va escollir una a l'atzar i amb molta cura va guardar la resta a la bossa. Va aixecar aquella que havia escollit i la va mirar amb curiositat de borratxo. La seva cara va experimentar uns canvis tragicòmics; primer va somriure amb sorna, per deixar pas a una ganyot
-¿Quién eres tú?.- Preguntó a la uña. Y no es que fuera a obtener respuesta, pero en su estado de embriaguez, la ausencia de una le pareció una burla. De nuevo su cara mudó y una rabia incontenible asomó en su rostro. Alzó la mano, con el puño cerrado, atrapando la uña y ensayó el gesto de lanzarla lejos. Pero en el último momento, se contuvo y en lugar de arrojarla, la apretó contra su pecho.
-¿Quizá eres Sombranegra? –preguntó en un susurro, sin demasiada esperanza, mientras volvía a su postura inicial, con la uña a un palmo de sus narices y con la cabeza ladeada. Poco a poco fue elevando el tono hasta el grito- ¿Puede que Diablo Rojo?... ¿ O Escamas de Plata?... ¿Draco el Terrible?... ¿Lagarto Cruel?... ¡¿Garra de hierro, Alas de Muerte, Aliento Infernal, Azufre, Perdición Alada, Draco el Joven, Muerdeprincesas?!
Emitió un sollozo desesperado, entrecortado. Algún mal sin nombre le atenazaba el pecho e impedía que respirara con normalidad, tenía el cuerpo empapado en sudor. "¿¡Qué me pasa!?" pensó, hacía tanto frío que le quemaba los dedos. Finalmente, se abandonó a sí mismo a la desesperación y dejó escapar un grito desgarrador con todas sus fuerzas.
Teodorico había matado -por profesión, claro- a cualquier criatura parecida remotamente a un dragón que se le hubiera puesto por delante. Dragones: A Todos y Cada Uno de Ellos. No sólo a ellos, sino también a sus crías. Había destruido nidos y quebrado huevos. Todo a cambio de una fama efímera y unas cuantas monedas de oro. Lo único que quedaba eran cuentos para niños grandes en las tabernas, contados a cambio de otro vaso de licor y las risas de los listillos del pueblo.
Y una bolsa repleta de uñas.
-¡Ya está! ¡Te tengo!- gritó victorioso, alzando la uña sobre su cabeza y gesticulando de manera dramática- Eres Muerte El Magnífico. ¡Oh, por todos los santos! ¡Qué batalla! ¿Te acuerdas Muerte? Alzaste el vuelo sobre aquellos paletos y chamuscaste a unos cuantos. ¡Cómo corrían los necios! Y yo te esperaba sobre el tejado de aquella casa envuelta en llamas, dando mi mejor perfil, con mi lanza y...
Calló un segundo y miró a la uña contrariado. Como excusándose, continuó:
-... si... está bien... con una vasija llena de pólvora y la mecha prendida. Fue un golpe bajo, pero compréndeme...-rió nervioso y de nuevo, explotó- ¿por qué moriste? ¿por qué? ¡¡¡¿POR QUÉ?!!!
Y lanzó la uña con todas sus fuerzas hacia la espesura.
-¡No! -dijo enseguida- No, no, no, no, no no...
Dio un salto desde la roca, resbaló con torpeza y fue a parar de bruces al suelo, de manera harto dolorosa y que le despejó un poco de la borrachera. Tras incorporarse, corrió en la misma dirección que había arrojado la uña. Desesperado, llorando, removía arbustos, cortándose con las espinas, levantaba piedras y se arrastraba entre las hierbas. La representación era bochornosa, pues un hombre de gran envergadura, borracho y con los ojos arrasados por las lágrimas, se arrastraba como si hubiera perdido su bien más preciado o a un ser querido mientras gritaba "¡La uña! ¡La uña!". Avanzaba con las narices pegadas al suelo cuando, de pronto, topó con una bota pequeña. Alzando la vista, descubrió la cara de un niño, con el pelo rubio pajizo cubriéndole los ojos y de corta estatura, que le observaba boquiabierto, como si estuviera ante una atracción de un feriante. Teodorico se incorporó raudo y se sacudió el polvo de sus ropas, sin embargo, el tímido gesto de dignidad quedó anulado al utilizar la manga de su camisa para limpiarse las lágrimas y sonarse los mocos.
-¿De dónde sales mozo?.- El niño, que seguía atrapado entre la sorpresa y el miedo, no sabía si echarse a correr o a reír.- Digo que de dónde sales, niño.
-Mi padre ha decidido parar a desayunar. Vamos a la feria del pueblo, a vender fruta.- Señaló con la mano al otro lado del camino, dando a entender que allí se encontraba su padre. Se percató entonces, de que el niño sostenía una manzana a medio comer.
-¿Desayuno? - Entonces Teodorico, cayó en la cuenta que había empezado a beber al alba. Demasiado temprano, en cualquier caso. El sol ya estaba muy alto en el firmamento.- ¿Has visto a un dragón, niño?
-¿Un dragón?... No, creo que no. ¿Qué aspecto tendría, señor? Lo digo por si me encuentro a uno, poder avisarle.- Teodorico esbozó una sonrisa, la primera sincera en muchos días, ante la ocurrencia del niño. Pero enseguida se borró cualquier rastro de ella, al caer en la cuenta que, en efecto, era normal que aquel niño desconociera por completo el aspecto de un dragón, pues era muy joven y nunca había tenido la oportunidad de contemplar ninguno. En gran medida, él había contribuido a que esto fuera así.
-Déjalo, es una tontería. Ni siquiera es un dragón entero, sólo un pedacito pequeño.
-¿Un pedacito pequeño?
-Sí, una uña.
-¿Una uña?.
-Sí, exacto, sólo una uña.
-¿Sólo una?
-¡Diablos, sí! Y deja de repetir todo lo que digo.
-Vale.- Y el niño quedó en silencio de manera tan natural y sin darle ninguna importancia, que Teodorico no pudo por más que volver a reír ante su ocurrencia. Luego, empezó a mirar a un lado y a otro, preguntándose dónde demonios estaría la maldita uña. Al fin y al cabo, no quería perderla.
-¿Le ocurre algo malo a la uña, señor? ¿Una maldición?
-¿Qué?... eh... No, no. Sólo es que la he extraviado y no la quiero dar por perdida.
-Sólo es una uña. Vuelven a crecer. Busque al dragón, sea lo que sea eso, y pídale otra.- El hombre miró al niño. Y por un momento quiso creer que era tan fácil.
-No puedo.
-¿Ese dragón es peligroso?
-Ese dragón está muerto.- respondió, con voz profunda y cavernosa.
-¿Lo mató usted, señor?
-Sí.
-Pídasela a otro dragón, entonces.- De nuevo, el hombre miró sorprendido al niño. Le asustó la indiferencia con la que el chaval aceptaba la muerte. Eran malos tiempos, desde luego. Además, hubiera estado preparado para la pregunta evidente "¿Por qué?". No para un consejo evidente. Pero los niños, sólo ven las soluciones sencillas.
-No puedo.- se rindió, apenado.
-¿No puede?.- Teodorico levantó un dedo en señal de advertencia, el juego de repetición de palabras siempre le había sacado de quicio. El niño sonrió a medias comprendiendo que ya no podía llevar el juego más allá.
-No. No puedo. Yo los maté a todos.
-¿Ya no quedan dragones?.-Hizo la pregunta con desilusión.
-No, ninguno.
-¿Por qué los mató a todos?.- Teodorico se dejó caer al suelo. Se llevó una mano a la cara y resopló.
-No lo sé. Debía hacerse, supongo. La gente lo quería así.
-¿Y a usted no le gustaban los dragones?
-Mucho. Pero a la vez no demasiado, porque la gente los odiaba. Al parecer, tenía que odiarlos también pues yo soy “gente”. Era bueno matando dragones y ellos me lo pedían, así que lo hacía sin oponer demasiadas preguntas o protestas. Era feliz combatiendo contra ellos, estudiando sus costumbres. Cada dragón era diferente al siguiente. Tenían alas y podían volar, su aliento era de fuego. Algunos incluso sabían hablar en nuestra lengua.- el niño abrió los ojos como platos.- Seres magníficos, fuertes y algunos incluso sabios. No podía imaginar que con cada uno que moría, mi vida perdía un poco su sentido.
-Supongo que es como si mi padre ya no pudiera recoger más manzanas.- Intentaba mostrarse comprensivo y Teodorico lo agradeció en lo más profundo de su corazón.- ¿Y ahora que están todos muertos, qué hará?.
-Seguiré matando, que es lo único que me enseñaron a hacer, aunque no tengo muy claro a qué o a quién.- En aquel momento vio la uña a dos palmos de donde estaba sentado. Alargó el brazo y la cogió, luego se incorporó. La observó de cerca una vez más, a contraluz, y una lágrima solitaria, ya serena, descendió por su mejilla. Pensativo, añadió- Mataré hombres, me imagino. Buscaré enemigos y no creo que sea muy difícil en estos días. Al parecer ya no me queda ningún amigo...
Deslizó la uña con suavidad en el interior de la bolsa y dicho esto y sin esperar respuesta, Teodorico echó a andar cuesta arriba.

dilluns, 26 de setembre del 2011

BALANCE


BALANCE

Los viejos caminos están transitados
por trucos y trampas y engaños trillados
brillantes conducen a falsos destinos
y de sabia esperanza van mal camuflados.

En los cortos atajos lóbrega espera
mentirosa salida, una rota promesa.
Pureza desnuda de ansias calzada,
segada precoz por la Vieja Guadaña.

Sensato será viajar sin pausa ni prisa,
por campos agrestes y escarpadas colinas,
el corazón desnudo y ligero de mente,
¡con ánimo encendido, travieso y silvestre!

En el bosque adentrarse
escalando montañas
bajando laderas
cruzando desiertos
selvas valles praderas
en la orilla nadar
navegar por el mar
cabalgar los cielos
las nubes los vientos
sumergirse en ciudades
desvanecerse en sus calles
oscilar en un balanceo
y tras un titubeo indeciso,
conseguir equilibrio.

Preciso es a sí mismo vencerse
-por siempre discípulo eterno-
para poder encontrarse en la Vida
al fin beber del olvido y luego,
perderse tranquilo en la Muerte.



dissabte, 6 d’agost del 2011

Si no somos todos libres



¡Si no somos todos libres!

Da miedo porque ya no quema la válvula cerrada con anestesia,

Así cuando ves que viene el golpe, sin mover un paso lo absorves

y sabes que la destrucción de todo puede ser la única respuesta

pues renacer parece el solitario camino de aquellos que son torpes.

Sé valiente.

Salta el trecho

que debajo

sólo hay abismo infinito.

Luego te sigo

y al otro lado,

nos vemos de nuevo.



dijous, 21 de juliol del 2011

PAUSA

PAUSA

Acecha arrebujada en las paredes de las ramblas sucias,
sumergida en mares de gente sudada y voces turbias.
Y yo esperando encuentros amargos o felices, y huidas

hacia el sol, quemado por rayos ultravioleta
junto a húmedos cuerpos rebozados de arena
que traman cervezas en las terrazas de piedra.

En las subidas de la ciudad escrito, un epitafio
del fuego de la vida, en sus aceras pintados
océanos bravos, la niebla mojada y el viento helado.

Entre montañas cubiertas por un inmenso manto
de cascadas que se pierden tras el desierto seco y ralo
al llegar a la babilonia luciferina que enrojece al diablo.

Saliendo de la cueva la tierra roja, una luz azul veo y verde,
una herradura que espanta y nos aleja de la mala suerte,
desde las grandes rocas hacia las alas sin mancha ni muerte.

Seres benditos, coronados entre estrellas de nombres extranjeros
en una tierra donde todo puede ser verdad y nada es cierto,
rodeada por doce líneas y una palmera que sobrevive al fuego.

Hasta casa me persigues, Vida, como si fuera un castigo.
pero apuesto a que no sabes que no me arrepiento
de lo que hice, sino de lo que por hacer me dejo
Una caricia, un abrazo, un guiño.
Un beso.

diumenge, 27 de febrer del 2011

Lluvia ácida



Lluvia ácida.

El cielo gris a lo largo de aquel lluvioso día, se oscurecía más rápido de lo normal a medida que avanzaba la tarde. A los escasos transeúntes que sentían la necesidad de levantar la mirada en busca de una grieta entre la compacta masa de nubes, les invadía la sensación de haber retrocedido un mes en el invierno.
Las calles, era cierto, estaban necesitadas de una limpieza que iba más allá de la mano humana. Incluso el aire, después de semanas del persistente anticiclón y un inexplicable aumento del tráfico, parecía más estancado de lo habitual. La ciudad había soportado estoica la masa de polución que se había posado sobre ella lentamente, dejando por todos lados un olor que bien podría ser el del azufre.
El viento había empezado a soplar a primera hora de la mañana, el diecisiete de Febrero, trayendo consigo unos densos nubarrones. Antes de mediodía, la lluvia había hecho acto de presencia, tímida primero, para alcanzar un ritmo intenso y constante alrededor de la una de la tarde. En algunos lugares críticos, el agua se estaba acumulando con rapidez y ciertos puntos de la ciudad ya empezaban a dar señales de colapso. Si no arreciaba, al final del día muchos iban a añorar la niebla contaminada de la que tanto se habían quejado.
Aldred empezaba a añorarla, al menos. Resguardado del chaparrón en la entrada de su taberna, observaba con una sonrisa burlona cómo un hombre joven intentaba devolver un largo y retorcido paraguas a su posición original. A su lado se encontraba su viejo amigo Harold, quién dejó escapar una exclamación cuando el hombre del paraguas, incapaz de hacer nada por darle la vuelta, lo lanzó a un lado y dejó que el viento se lo llevara calle abajo.
-¡Hurra!-gritó y dándole un codazo en las costillas a su amigo, añadió con sorna- Sólo es un poco de agua. ¡No vas a encoger!.
El hombre miró en su dirección y empezó a andar hacia ellos con paso decidido y furioso. Harold dio un pequeño brinco, un leve espasmo, pues no era demasiado valiente y se había asustado ante tan inesperada reacción. En su interior, se imaginó a sí mismo cruzando los dedos, esperando que el extraño no se hubiera ofendido por su comentario. Pero para sorpresa de ambos amigos, ni siquiera les saludó cuando al pasar a su lado, se metió en el interior de la taberna.
Aldred miró a Harold, abriendo mucho los ojos y apretando los labios, con una mueca de incredulidad. Se encogió de hombros, levantó las palmas de las manos hacia arriba cómo diciendo “¿Qué se le va hacer?... es un cliente” y se metió, tras él, en el local que regentaba. Harold, a regañadientes, les siguió.
El extraño estaba de pie en medio de la vacía sala –los parroquianos habituales no se habían presentado por culpa del temporal- y fue entonces, cuando pudieron observarle con mayor detalle. Era alto y delgado e iba vestido por completo de color negro, lo que acentuaba aun más estas características. Llevaba un abrigo de corte militar, unos pantalones chinos y botas de punta redondeada. Con la cabeza gacha se sacudía el agua de su abundante mata de pelo, también negro. El contraste con su piel más bien pálida le daba un aire tétrico. En un día cómo aquel, y si hubiera sido algo más supersticioso, Aldred hubiera corrido a la cocina en busca de una ristra de ajos. A Harold no le faltaron ganas, sin embargo, sabía que en la cocina de su amigo no había ajos.
Una vez hubo terminado con el pelo, el Vampiro se quitó el abrigo –camisa negra- lo colgó en el perchero y se sentó en uno de los taburetes, en la barra. Oyeron, por primera vez, una voz profunda y rasposa, propia de alguien mucho más corpulento.
-¿Vas a servirme o te vas a quedar ahí mirándome el cogote?
-¡Puede que me quede aquí mismo!- contestó enfadado Aldred. Pero el Vampiro no le siguió el juego. Tan sólo ladeó un poco la cabeza y un brillo gélido asomó por el rabillo del ojo. Fue suficiente para que la siguiente frase fuera pronunciada en un tono mucho más ladino.- Para atender a los clientes tenemos a nuestro camarero. ¡Wilstan! ¡Sal de ahí y sirve a este Señor!.
Un muchacho pelirrojo, con la cara llena de pecas y de orejas muy grandes emergió por la puerta de la cocina y, con un movimiento automático, se llevó un paño al hombro. Se agachó tras la barra, dejando una caja allí y mientras se incorporaba empezó a decir:
-¿Qué va a tomar el...- al ver la cara del cliente abrió los ojos de par en par como si hubiera visto a un fantasma-... Caballero?
-Una Pinta de Murphy’s.
El chaval empezó a tirar la cerveza, en apariencia muy concentrado en lo que hacía, aunque Aldred notó que levantaba la vista nervioso, y daba rápidas ojeadas al extraño. También se fijó que con la mano que le quedaba libre, se frotaba el pecho y que no dejaba de mover los labios cómo si recitara algo para sí mismo. Aldred sabía que el chico era católico y que de su cuello, colgaba un pequeño crucifijo de plata. Wilstan parecía ansioso por terminar y salir corriendo de allí. Cuando terminó, fue precisamente lo que hizo.
-Voy a...- el resto de lo que dijera sólo lo oyeron los cacharros de la cocina.
-¿Vaya día, eh, amigo?- Intervino Harold.
-Es un día.- Respondió el extraño con actitud hosca y dio un largo trago a la cerveza. Harold silbó cómo dándose por enterado de que mejor sería no molestar.
Aldred, por su parte, empezaba a sentirse agobiado por la presencia de aquel hombre y sus maneras poco educadas. Levantó la trampilla de la barra y pasó al otro lado, para situarse en mejor posición y abordar así la conversación cara a cara. Sin embargo, lo que vio en el rostro del extraño, le dejó sin aliento. Hacía un momento hubiera jurado que se encontraría de frente con un hombre mucho más joven que él –tenía sesenta y tres- y si bien la angulosa cara estaba libre de arrugas y su picuda perilla y la larga mata de pelo le conferían cierto aire juvenil, sus ojos, más negros aun que su ropa, parecían encerrar el alma de alguien viejo. No de un anciano jubilado, como Harold, sino de alguien mucho más viejo. Aldred se sintió mareado, desorientado, cómo si estuviera cayendo por un pozo oscuro, en el fondo del cual le esperaban unas ardientes llamas.
-Usted... no es de por aquí... ¿verdad? –pudo decir, al final, esforzándose en pronunciar cada palabra.
-¿En qué lo has notado?
-Bueno... parece... extranjero...
-He estado en muchos sitios. Podría decirse que he estado en todas partes y en ninguna en concreto.
-Pero no vive aquí.- Insistió Aldred.
-No, así es. No vivo aquí.
-¿Viene de muy lejos?.- Harold empezaba a sentir curiosidad. Sin prestarle demasiada atención, el Vampiro contestó:
-De mucho más cerca de lo que crees... amigo.
-De todas maneras, hace un día muy malo para andar por ahí. Debe tener una razón muy buena para viajar hoy.- continuó Aldred.
-Sí, así es. La tengo.- Una sonrisa asomó a sus finos labios y la perilla se levantó sólo de un lado. Parecía estar burlándose de ellos.
-¿Y bien?- preguntó irritado.
-Busco a alguien.
-Busca a alguien...- repitió de forma mecánica Harold, como hipnotizado.
-¿A alguien de por aquí?- intrigado, Aldred persistía en su interrogatorio. Aquel extraño le causaba muy mala espina.
-Evidentemente.
-Quizá le conozca. ¿A quién busca por este barrio?
-¡Oh!- exclamó, con un evidente cambió de actitud, más relajado- No creo que le conozcas. Regentas un local respetable y yo busco a un hombre que se dedica a una actividad... peor considerada.
-¡Un bohemio!.- exclamó Harold.
-Sí, así es. Podría decirse que busco a un bohemio.
-Bueno. Esa no es razón para no conocerle, sino todo lo contrario. Un hombre así no pasa desapercibido en este barrio. Apuesto a que sé a quién buscas.- aventuró Aldred.
-¿Apuestas?.- preguntó el Vampiro con un tono travieso, que contrastaba enormemente con todo lo transmitido hasta entonces.
-Bueno, quizá no apostaría mi vida...- contestó y mirando a Harold con complicidad, añadió entre carcajadas.-... ¡pero sí la de mi mujer!
Los dos amigos se echaron a reír con muchos aspavientos, cómo si toda la tensión acumulada desde la aparición del extraño se disipara de golpe. El hombre de negro alzó una ceja incrédulo, pero divertido por la escena. Recuperándose del ataque de risa por un momento, le miraron y las carcajadas se fueron apagando lentamente hasta que quedaron callados. Pero fue él, quién entonces estalló y los dos, Aldred y Harold, se unieron a la esperpéntica escena.
-¡La vida de tu mujer!....- decía Harold.-... ¿a quién se le ocurre semejante...?...¡la vida de tu mujer!...
Más risas.
-¡De acuerdo!.- atajó de repente el Vampiro, con la compostura recuperada, muy serio.- Acepto la vida de tu mujer si no lo aciertas.
Aldred y Harold le miraron de hito en hito. Se desencajaron sus caras otra vez. Más y más risas. Entre estertores, Aldred consiguió articular un nombre:
-¡Claro, si no lo sé, toda tuya!... Edmund... tú hombre... tú hombre es Edmund...
-¿Quién?.- preguntó cómo si no hubiera entendido el nombre.
-¡Edmund, ese chiflado que va diciendo por ahí que es escritor!- reafirmó Aldred. Harold había entrado en un absurdo bucle de risas y lágrimas.
-No.- Sentenció con sequedad. El rostro del Vampiro recobró aquella expresión poco amistosa del principio. Su mirada se había endurecido y los ojos negros despidieron destellos de una ira fría y calculadora.
-¿Qué quiere decir con “no”?.- preguntó alarmado Aldred, a quien se le había ahogado la última carcajada.
-Que no es él a quién busco. Es sencillo de entender, creo.- más para sí mismo que para los otros, añadió.- Aunque bien pensado, también tengo cuentas pendientes con él...
-¿Entonces es él? ¿O no?.- Harold, con la boca entreabierta en una mueca estúpida, tenía la sensación de haberse perdido algo.
-No, no es así. Busco a otra persona.
El vampiro apuró la poca cerveza que le quedaba de un trago. Dejó un billete grande sobre la barra, con un golpe seco de la mano. Sin esperar la vuelta, se levantó del taburete, se puso el abrigo –con el cuello levantado- y se dirigió a la salida. Harold y Aldred le miraban sorprendidos ante ese nuevo viraje en su comportamiento. Abrió la puerta, pero antes de salir, se volvió y añadió:
-¡Ah! Y Aldred... has perdido la apuesta. Recuérdalo más tarde.
Una ráfaga de aire gélido entró en el local y se oyó un estruendoso trueno. El Vampiro desplegó su largo y negro paraguas y abandonó el lugar, dirigiéndose calle abajo. Los dos amigos se miraron el uno al otro sin acabar de comprender lo que acababa de ocurrir.
-¡Eh! ¿Cómo sabía tu nombre? ¡Y espera! ¿De dónde demonios ha sacado el par...- Empezó a decir Harold, pero entonces Wilstan asomó la nariz por la puerta de la cocina y le interrumpió.
-¿Se ha ido?
-¿Qué?
-El hombre malo...- explicó el chaval, santiguándose.-... que si se ha ido.
Un escalofrío recorrió el espinazo de Aldred.
-¡Qué hombre malo ni qué leches! ¡Vuelve a la cocina irlandés chiflado!.- Le gritó. Se desató el delantal que llevaba como uniforme de trabajo, hizo con él una pelota y lo lanzó hacia la puerta de la cocina con rabia. La cabeza del camarero desapareció antes de que le alcanzara el proyectil.- Harold, vigílame un rato esto. Ese chaval es un inútil.
-¿Adónde vas con tanta prisa?
-Tengo que ir a casa un momento. Tengo un mal presentimiento.- Su amigo le miró extrañado.
-No irás a creer que...
-¡Tú sólo quédate aquí un rato! Por favor.
-Está bien, está bien...
Se puso su gabardina de los días de lluvia y partió como alma que lleva el diablo hacia su casa, en dirección contraria a la que había tomado aquel extraño personaje.
Justo cuando cruzaba la puerta de la taberna, Aldred se estaba quedando viudo.
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Arropado por la oscuridad de la noche y de sus ropas, un hombre alto y desgarbado, de anguloso y pálido rostro, permanecía frente a la puerta de entrada de “El Orfebre”, un estudio de tatuaje dirigido por un antiguo conocido suyo. Ya estaba cerrado, pero sabía que el dueño aun permanecía dentro, pues del interior llegaba el sonido desafinado de una guitarra eléctrica. Las notas evocaban ciertos recuerdos en El y mientras saboreaba los instantes previos de lo que creía se iba a convertir en una victoria largamente esperada, se dejó llevar por la memoria a otro tiempo.