Tren de vida.
Vistas de la Torre de la Miranda desde las vías del tren. 1986
Un tren de vida. Sí, así empieza, con esa expresión que usa la gente para referirse a su potencial adquisitivo, o en llanas palabras: a su gusto por el lujo, demasiadas veces sin conexión auténtica con la realidad. Veamos, ¿por qué engañarnos? La gente se refiere a su “tren de vida” cuando éste es un AVE que no se puede permitir y lo coge de todas maneras, no un cercanías que lo lleva al trabajo, renqueando, tarde y mal. Nunca he subido a ningún “alta velocidad”, ni de hecho, a nada que se le parezca y no tenga alas. Esto debería daros algunas pistas de lo que sigue a continuación. Sin embargo, no se me ocurría mejor manera de empezar –y titular- un meta relato que trata de cómo escribir una historia sobre trenes, que con la más socorrida metáfora –valga el oportunismo- al uso.
Cuando me propuse contar una historia sobre el ferrocarril, lo primero que me vino a la cabeza fue que apenas a quinientos metros de mi casa, en la que viví... quiero decir, vivo, desde hace más de treinta años –despojémonos del romanticismo innecesario- hay una vía. La que aleja –o acerca- los trenes de Barcelona por el sur-oeste de la ciudad. Durante mi infancia, los alrededores de las vías del tren conformaban un paraje algo inhóspito y salvaje, con muy poco cemento y mucha mala hierba.
Había un apeadero que no recuerdo nunca funcionando, aunque al nacer yo, al parecer aun lo hacía. En algún álbum de fotos, en blanco y negro, existe una en la que mi padre me pasea en carrito por allí. Me aseguran que el ruido y el aire que salía despedido al paso de los trenes resultaban sedantes para mí, aunque supongo que si me dormía era por el cansancio, después de toda la excitación provocada por la visión de aquellos gigantescos convoyes. Los que más llamaron siempre mi atención fueron los Mercancías; con sus enormes, monolíticas locomotoras, hechas de toneladas de hierro, que en mi memoria siempre son amarillas y que se desplazaban con sumo cuidado sobre los, en apariencia, débiles raíles y los travesaños de madera vieja.
Por las tardes, nada más llegar mi padre del trabajo, yo ya estaba ansioso por salir, no paraba de protestar hasta que lo conseguía y al llegar al apeadero, quedaba cómo hipnotizado. Por las noches, el ruido de los trenes llegaba hasta mi casa y de vez en cuando, algún agudo silbido reconfortaba mi sueño
Tengo que pedirle aquella foto a mi madre.
Cruzar las vías se convirtió en una obsesión durante mi infancia. Por dos motivos. El esencial era que al otro lado está el parque más grande del pueblo. Y no menos importante que la promesa de los juegos que allí nos esperaban, estaba el hecho de que el acto de cruzar era ya de por sí una auténtica aventura. Cómo mínimo, con otras dos variantes igual de atractivas y peligrosas para un crío: cruzar por las vías o por encima de ellas.
En aquellos años –los primeros ochenta- las barreras parecían no existir, sólo podíamos cruzar de manera más o menos segura al lado del apeadero, dónde se había dispuesto un rudimentario paso a nivel, en el que la visión de los dos extremos, sendas curvas, era algo mejor. Los valientes lo hacían un poco más abajo, apelando a su infalible oído o a su bravura, mientras esperaban que algún tren apareciera por el horizonte, para retirarse en el último momento.
La segunda opción era un puente de madera en progresivo y preocupante deterioro, que ya casi no se usaba. Mi madre se ponía cómo loca cuando se le pasaba por la cabeza la posibilidad de que subiéramos allí, pues algunas tablas estaban sueltas y otras podridas. La última vez que subí, junto a mi padre y mi hermano pequeño, nos llevamos una bronca de proporciones bíblicas. Pero la visión que desde allí teníamos de los trenes acercándose y alejándose a toda velocidad –el apeadero ya había sido abandonado y no paraba ninguno- era apoteósica. Hacía que el riesgo corrido valiera la pena. Por no decir que el amenazante temblor de toda la estructura le daba el toque adecuado y definitivo a la excursión.
Cómo os podéis imaginar, con el tiempo todo aquello despareció. El puente fue desmantelado y sustituido por un bonito túnel peatonal tras una obra interminable; se dispuso una valla a cada lado de la vía; el paso a nivel fue retirado después de que tapiaran las entradas al apeadero. Poco más tarde, alguien derribó una de las entradas y aquellos barracones se convirtieron por cierto tiempo en una guarida de yonkis y basura. Durante un lustro fue mejor evitar la zona y corrieron todo tipo de leyendas urbanas entre los niños de mi edad, típicas de lugares abandonados... ya sabéis a qué me refiero: asesinatos y rituales satánicos. Cada tanto, algún chaval del barrio aseguraba que había estado allí con unos amigos “haciendo la ouija” y que habían visto un fantasma, en la mayoría de casos el de algún drogadicto al que lo había apuñalado otro, con especial ensañamiento. Es más que probable que nada de aquello fuera cierto, pero tristemente, lo que si ocurrió fue que el abandono y soledad de la zona propiciaron que más de un alma torturada fuera a sacrificarse allí. Y seamos sinceros ¿qué vía de tren que se precie podría ser absuelta en el juicio de los suicidas?
Dado el poco “glamour” que desprendía toda esta parte del abandono, las drogas y los suicidios, en una segunda fase pensé en escribir sobre maquetas de tren, que también las hubo en aquellos años.
Mi hermana mayor se casó cuando yo tenía seis. Ella y su marido se fueron a vivir al casco antiguo, que entonces y por aquellas paradojas del progreso, se había convertido en el “casco nuevo”, y compraron un piso bastante grande con varias habitaciones. En una de ellas, mi cuñado, que es un gran amante de barcos y trenes, montó una enorme maqueta –ocupaba casi toda la habitación- con todo tipo de detalles. Resultaba ser un mundo ideal, el de aquella maqueta, con sus prados verdes, sus animales de granja, coches antiguos, un guardia de estación que parecía sacado de una película francesa –con gorra azul cuadrada y bigote retorcido incluidos- parejas paseando por el andén y una enorme vía circular de gran recorrido. Por supuesto, también había un túnel. ¡Fantástico!... en todos los sentidos posibles, dada la cruda realidad. Pasaba horas enteras allí con mi hermano simulando accidentes ferroviarios, y más tarde, al adquirir mi cuñado más de un modelo de locomotora, llevándolos a cabo. Cuando me quedaba solo, imaginaba que empequeñecía y me escondía dentro de los vagones, que viajaba lejos y nadie me podía encontrar. Era fácil coger ese tren. Me pregunto hasta qué punto aquel sustitutivo de la realidad fue planeado por mis mayores para mantenerme alejado del apeadero maldito.
Luego todo cambió. Dejé los trenes simulados y me subí en uno con un viaje mucho más frenético y extraño: el de la adolescencia. Los trenes de aquella parte de mi vida eran rápidos y cortos, y casi siempre con un destino fijo y puramente hedonista. Eran trenes que me llevaban a Tarragona, viajando a lo largo de la costa, hacia parques de atracciones y traqueteantes montañas rusas, que también fueron mis trenes adolescentes, con subidas prometedoras y bajadas incontrolables, revestidas de miedo mal disimulado. O a festivales de música y discotecas, con idas ansiosas y venidas amargas. Recuerdo aquel tren de la línea Barcelona-Puigcerdà, del que todos decían que estaba tan mal y cuyo trayecto se hacía eterno. Pues bien, tenían razón, era eterno y el tiempo parecía detenerse, pero creo que por eso mismo lo disfruté tanto. Lo hice después de regresar de un festival en Pamplona. Estaba cansado, tenía sueño, resaca, me dolía todo el cuerpo, pero cada estación, cada parada, cada persona que se subía y bajaba, hacía que aflorara una nueva historia en mi mente: fugitivos, estrellas del rock que viajaban de incógnito, amas de casa que huían de maridos demasiado celosos… Al llegar al pirineo, los túneles daban paso a un mundo diferente. Valles y montañas que parecían de otro planeta y más allá, las enigmáticas vías francesas y su anchura –o estrechez, según desde el lado de la frontera que lo miréis- diferente. Me acordé de las maquetas y me pregunté si al parpadear no aparecería en la habitación del piso de mi hermana.
También descubrí entonces el auténtico y genuino tren urbano: el metro. Con sus túneles laberínticos y oscuros; que resultan una metáfora apropiada para revestir esta parte de la historia. Sí, lo apunto, es una buena idea que os hable de esto. Porque el metro es otra de esas partes exentas de clase. El tren subterráneo a nadie le gusta, huele mal y está masificado, pero resulta muy útil para expandir un horizonte interior limitado sin que nadie se dé cuenta, a escondidas y de manera anónima, así empezando a pensar que el mundo es mucho más grande, y que si te esfuerzas un poco, aun llegarás para coger aquel Transiberiano, el de las novelas negras de dudosa calidad que empiezas a leer con dieciséis años, en el que una mujer mayor que tú, vestida de negro te mirará de forma lasciva tras sus gafas de sol, en el vagón restaurante, mientras deja escapar el humo del cigarrillo, lánguidamente entre sus labios y te llevara cogido de la mano a su compartimento, sin mediar palabra, y haréis el amor de manera desenfrenada. Porque, damas y caballeros, así es el tren de la adolescencia: fantasioso, subterráneo, un poco sucio y a la vez inexplorado y sensual. Pero eso ya lo sabéis ¿verdad? Quizá en aquel interraíl que me prometí hacer y nunca hice... pero olvidémonos de terceras y cuartas dimensiones literarias.
Ese tren pasa rápido y para en contadas ocasiones, como el viejo Talgo. De repente te encuentras en el inicio de la edad adulta. Uno en el que los trenes literarios ya son otra cosa, con más calidad y unas promesas que todavía parecen al alcance de la punta de los dedos. Los únicos que parecen atraerte son lejanos y de papel, cómo los que cogen los vagabundos del dharma en las novelas de Kerouac para cruzar el país en calidad de polizontes. Porque un tren de vida también tiene polizontes, aquellos que no viajan con y como el resto, y está lleno de huecos en los que esconderse para huir de revisores dispuestos a impedir que emprendas una nueva –y emocionante- aventura.
Además, la edad adulta tiene otra característica metáfora, la tercera y última de este extraño relato: la de los trenes que uno pierde. Al final resulta que todas las historias –y esta no es una excepción- van de eso mismo. De una locomotora que te pasa muy cerca, y nada más verla quedas anestesiado por su imponente belleza y lo único que puedes hacer es suspirar con dolor cuando ves que se aleja. O subirte a ella de un salto, con los ojos cerrados, sin saber adónde te va a llevar o dónde tendrás que bajar. En una invariable conversación, al pasar cerca de una estación cualquiera, la que sea, una y otra vez le vengo al amigo que me acompañe ese día con el mismo cuento: “¿Nunca te han dado ganas de entrar y sacar un billete con los ojos cerrados o subirte al primero que pase y que te lleve a cualquier parte que no sea aquí?”.
¡Ah, el motor de la historia! ¡El misterio! El gusto por lo desconocido y la curiosidad por explorar nuevos caminos, nuevos paisajes, nuevos cuerpos. Porque eso es, claro está, por mucho que nos empeñemos en desnudarlo, el amor por los trenes es un amor romántico –casi platónico- y para escribir sobre trenes hay que tener acceso –incompleto aun- a una musa misteriosa. Y ahí me tenéis a mí, justo al pie de página dispuesto a afrontar otro reto y a escribir un relato sobre trenes que lo tenga todo en su justa medida: nostalgia, aventura, riesgo, descarrilamientos, literatura, realismo, romanticismo, misterio, un toque de lujuria y una mujer fatal; todo adobado con un sabor añejo a hierro y madera. Como un buen whisky.
“Estoy esperando el tren en la estación del pueblo, durante los tumultuosos días en que los terremotos sacudieron la tierra y las revoluciones el cielo de miles, millones, de personas. Voy directo al corazón palpitante de la ciudad. Ya en la estación del Centro el ambiente es de un ajetreo aun mayor que el de un viernes cualquiera. Turistas, trabajadores, timadores y rebeldes viajan todos en el mismo vagón y se bajan en la misma estación. Estoy extasiado. “Plaça Catalunya” está abarrotada, miles de voces claman contra la injusticia, unidas, y yo me siento en el suelo junto a mis amigos, mi hermano y me pongo a gritar, por nuestra libertad. Es un tópico. ¡Pero qué más dará, si es sincero! “Este tren no se me va a escapar”, me digo a mí mismo en ese momento “Quiero formar parte de esto”. Esperaremos, cómo aquellos niños valientes, después de la curva y aguzaremos el oído para escuchar el silbato justo a tiempo.
Gente, gente, gente. Las bocas del metro y la estación la escupen y la hacen manar a borbotones y ahí, en algún lugar está Ella –preciosa, inteligente y sensible- entre la muchedumbre y yo no lo sé, porque alguien ha decidido dejarme sin cobertura de red en el móvil y no he podido leer su mensaje. Pasan una, dos y tres horas y los trenes no dejan de traer y llevarse a más y más gente. Al final puede más el hambre y dejamos la Revolución para los demás... al menos de momento. Nos subimos al metro, esta vez, para regresar a casa. En los túneles, un milagro de la era moderna me permite leer el correo “¿Estás ahí? Llámame.” Pero, de nuevo, por segunda vez en mi vida, un tren me aleja en lugar de acercarme ¿O acaso he cogido el tren equivocado? Se escapa. Vías, raíles, gente... me mareo. ¿Adónde voy? ¿Volveré a verla alguna vez?”
Nada más llegar, decidí escribir este relato sobre los trenes, pero no tenía muy claro qué método seguir o qué historia contar. Un buen amigo hace un par de días me dijo “Escribe sobre lo que conoces”. Así que repasé mentalmente todos y cada uno de los trenes que había visto, leído, perdido y cogido en mi vida. Desde los mercancías americanos rebosantes de “beats”, a los inter-raíles europeos llenos de mochileros. De los trayectos por la playa hacia Tarragona, al sur, a las montañas nevadas del Pirineo, en el norte. O los paseos que aun a día de hoy doy cerca de las vías, ahí, a un tiro de piedra de casa.
No sabía ni por dónde empezar, así que fui de adelante hacia atrás, para luego volver a empezar, y en la última parada me di cuenta de que mi tren de vida no es de lujo, pero sí que fue un lujo subirse en este tren.
1 comentari:
Me gustan los trenes. He viajado bastante en ellos, al menos hasta que entré en la era del automóvil cuando nacieron mis hijas. He viajado en expresos al sur en viajes interminables pero que para mí tenían una mística, la del tiempo que avanzaba al ritmo de las estaciones, y Granada se intuía en la distancia. Lo más fascinante de esos expresos de medianoche eran las conversaciones que se tejían en la penumbra entre gentes en el departamento y que no se conocían de nada, pero intimaban y contaban sus vidas, sabiendo que nunca se volverían a ver. He oído historias de abandonos, de emigración, de padres malnacidos, de muchachas que crecieron como criadas y aspiraron a ser independientes en Barcelona... No me extraña que los escritores de la generación de los cincuenta que tanto hincapié hicieron en lo social (No dejes de leer a Ignacio Aldecoa -Con el viento solano-), tuvieran en las tabernas, el los pubs, en los trenes buena parte de su inspiración. No me gusta ir en barco, pero me fascina ir en tren. Yo también tuve la fantasía de ir en el Transiberiano hasta Vladivostok. Sólo a mis 25 años utilicé el interrail en un viaje hasta Estambul. No sé si ha pasado ya la época de los trenes. Lo ignoro pue ya estoy -desafortunadamente- en el bando de los motorizados, pero me gustaría volver a atravesar España hacia Andalucía en un expreso renqueante, que hiciera parada en Alcázar de San Juan, Linares-Baeza... hasta Granada. Como en otro tiempo.
Un hermoso relato el tuyo, sugerente y preñado de propuestas interesantes.
Saludos.
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