Lluvia ácida.
El cielo gris a lo largo de aquel lluvioso día, se oscurecía más rápido de lo normal a medida que avanzaba la tarde. A los escasos transeúntes que sentían la necesidad de levantar la mirada en busca de una grieta entre la compacta masa de nubes, les invadía la sensación de haber retrocedido un mes en el invierno.
Las calles, era cierto, estaban necesitadas de una limpieza que iba más allá de la mano humana. Incluso el aire, después de semanas del persistente anticiclón y un inexplicable aumento del tráfico, parecía más estancado de lo habitual. La ciudad había soportado estoica la masa de polución que se había posado sobre ella lentamente, dejando por todos lados un olor que bien podría ser el del azufre.
El viento había empezado a soplar a primera hora de la mañana, el diecisiete de Febrero, trayendo consigo unos densos nubarrones. Antes de mediodía, la lluvia había hecho acto de presencia, tímida primero, para alcanzar un ritmo intenso y constante alrededor de la una de la tarde. En algunos lugares críticos, el agua se estaba acumulando con rapidez y ciertos puntos de la ciudad ya empezaban a dar señales de colapso. Si no arreciaba, al final del día muchos iban a añorar la niebla contaminada de la que tanto se habían quejado.
Aldred empezaba a añorarla, al menos. Resguardado del chaparrón en la entrada de su taberna, observaba con una sonrisa burlona cómo un hombre joven intentaba devolver un largo y retorcido paraguas a su posición original. A su lado se encontraba su viejo amigo Harold, quién dejó escapar una exclamación cuando el hombre del paraguas, incapaz de hacer nada por darle la vuelta, lo lanzó a un lado y dejó que el viento se lo llevara calle abajo.
-¡Hurra!-gritó y dándole un codazo en las costillas a su amigo, añadió con sorna- Sólo es un poco de agua. ¡No vas a encoger!.
El hombre miró en su dirección y empezó a andar hacia ellos con paso decidido y furioso. Harold dio un pequeño brinco, un leve espasmo, pues no era demasiado valiente y se había asustado ante tan inesperada reacción. En su interior, se imaginó a sí mismo cruzando los dedos, esperando que el extraño no se hubiera ofendido por su comentario. Pero para sorpresa de ambos amigos, ni siquiera les saludó cuando al pasar a su lado, se metió en el interior de la taberna.
Aldred miró a Harold, abriendo mucho los ojos y apretando los labios, con una mueca de incredulidad. Se encogió de hombros, levantó las palmas de las manos hacia arriba cómo diciendo “¿Qué se le va hacer?... es un cliente” y se metió, tras él, en el local que regentaba. Harold, a regañadientes, les siguió.
El extraño estaba de pie en medio de la vacía sala –los parroquianos habituales no se habían presentado por culpa del temporal- y fue entonces, cuando pudieron observarle con mayor detalle. Era alto y delgado e iba vestido por completo de color negro, lo que acentuaba aun más estas características. Llevaba un abrigo de corte militar, unos pantalones chinos y botas de punta redondeada. Con la cabeza gacha se sacudía el agua de su abundante mata de pelo, también negro. El contraste con su piel más bien pálida le daba un aire tétrico. En un día cómo aquel, y si hubiera sido algo más supersticioso, Aldred hubiera corrido a la cocina en busca de una ristra de ajos. A Harold no le faltaron ganas, sin embargo, sabía que en la cocina de su amigo no había ajos.
Una vez hubo terminado con el pelo, el Vampiro se quitó el abrigo –camisa negra- lo colgó en el perchero y se sentó en uno de los taburetes, en la barra. Oyeron, por primera vez, una voz profunda y rasposa, propia de alguien mucho más corpulento.
-¿Vas a servirme o te vas a quedar ahí mirándome el cogote?
-¡Puede que me quede aquí mismo!- contestó enfadado Aldred. Pero el Vampiro no le siguió el juego. Tan sólo ladeó un poco la cabeza y un brillo gélido asomó por el rabillo del ojo. Fue suficiente para que la siguiente frase fuera pronunciada en un tono mucho más ladino.- Para atender a los clientes tenemos a nuestro camarero. ¡Wilstan! ¡Sal de ahí y sirve a este Señor!.
Un muchacho pelirrojo, con la cara llena de pecas y de orejas muy grandes emergió por la puerta de la cocina y, con un movimiento automático, se llevó un paño al hombro. Se agachó tras la barra, dejando una caja allí y mientras se incorporaba empezó a decir:
-¿Qué va a tomar el...- al ver la cara del cliente abrió los ojos de par en par como si hubiera visto a un fantasma-... Caballero?
-Una Pinta de Murphy’s.
El chaval empezó a tirar la cerveza, en apariencia muy concentrado en lo que hacía, aunque Aldred notó que levantaba la vista nervioso, y daba rápidas ojeadas al extraño. También se fijó que con la mano que le quedaba libre, se frotaba el pecho y que no dejaba de mover los labios cómo si recitara algo para sí mismo. Aldred sabía que el chico era católico y que de su cuello, colgaba un pequeño crucifijo de plata. Wilstan parecía ansioso por terminar y salir corriendo de allí. Cuando terminó, fue precisamente lo que hizo.
-Voy a...- el resto de lo que dijera sólo lo oyeron los cacharros de la cocina.
-¿Vaya día, eh, amigo?- Intervino Harold.
-Es un día.- Respondió el extraño con actitud hosca y dio un largo trago a la cerveza. Harold silbó cómo dándose por enterado de que mejor sería no molestar.
Aldred, por su parte, empezaba a sentirse agobiado por la presencia de aquel hombre y sus maneras poco educadas. Levantó la trampilla de la barra y pasó al otro lado, para situarse en mejor posición y abordar así la conversación cara a cara. Sin embargo, lo que vio en el rostro del extraño, le dejó sin aliento. Hacía un momento hubiera jurado que se encontraría de frente con un hombre mucho más joven que él –tenía sesenta y tres- y si bien la angulosa cara estaba libre de arrugas y su picuda perilla y la larga mata de pelo le conferían cierto aire juvenil, sus ojos, más negros aun que su ropa, parecían encerrar el alma de alguien viejo. No de un anciano jubilado, como Harold, sino de alguien mucho más viejo. Aldred se sintió mareado, desorientado, cómo si estuviera cayendo por un pozo oscuro, en el fondo del cual le esperaban unas ardientes llamas.
-Usted... no es de por aquí... ¿verdad? –pudo decir, al final, esforzándose en pronunciar cada palabra.
-¿En qué lo has notado?
-Bueno... parece... extranjero...
-He estado en muchos sitios. Podría decirse que he estado en todas partes y en ninguna en concreto.
-Pero no vive aquí.- Insistió Aldred.
-No, así es. No vivo aquí.
-¿Viene de muy lejos?.- Harold empezaba a sentir curiosidad. Sin prestarle demasiada atención, el Vampiro contestó:
-De mucho más cerca de lo que crees... amigo.
-De todas maneras, hace un día muy malo para andar por ahí. Debe tener una razón muy buena para viajar hoy.- continuó Aldred.
-Sí, así es. La tengo.- Una sonrisa asomó a sus finos labios y la perilla se levantó sólo de un lado. Parecía estar burlándose de ellos.
-¿Y bien?- preguntó irritado.
-Busco a alguien.
-Busca a alguien...- repitió de forma mecánica Harold, como hipnotizado.
-¿A alguien de por aquí?- intrigado, Aldred persistía en su interrogatorio. Aquel extraño le causaba muy mala espina.
-Evidentemente.
-Quizá le conozca. ¿A quién busca por este barrio?
-¡Oh!- exclamó, con un evidente cambió de actitud, más relajado- No creo que le conozcas. Regentas un local respetable y yo busco a un hombre que se dedica a una actividad... peor considerada.
-¡Un bohemio!.- exclamó Harold.
-Sí, así es. Podría decirse que busco a un bohemio.
-Bueno. Esa no es razón para no conocerle, sino todo lo contrario. Un hombre así no pasa desapercibido en este barrio. Apuesto a que sé a quién buscas.- aventuró Aldred.
-¿Apuestas?.- preguntó el Vampiro con un tono travieso, que contrastaba enormemente con todo lo transmitido hasta entonces.
-Bueno, quizá no apostaría mi vida...- contestó y mirando a Harold con complicidad, añadió entre carcajadas.-... ¡pero sí la de mi mujer!
Los dos amigos se echaron a reír con muchos aspavientos, cómo si toda la tensión acumulada desde la aparición del extraño se disipara de golpe. El hombre de negro alzó una ceja incrédulo, pero divertido por la escena. Recuperándose del ataque de risa por un momento, le miraron y las carcajadas se fueron apagando lentamente hasta que quedaron callados. Pero fue él, quién entonces estalló y los dos, Aldred y Harold, se unieron a la esperpéntica escena.
-¡La vida de tu mujer!....- decía Harold.-... ¿a quién se le ocurre semejante...?...¡la vida de tu mujer!...
Más risas.
-¡De acuerdo!.- atajó de repente el Vampiro, con la compostura recuperada, muy serio.- Acepto la vida de tu mujer si no lo aciertas.
Aldred y Harold le miraron de hito en hito. Se desencajaron sus caras otra vez. Más y más risas. Entre estertores, Aldred consiguió articular un nombre:
-¡Claro, si no lo sé, toda tuya!... Edmund... tú hombre... tú hombre es Edmund...
-¿Quién?.- preguntó cómo si no hubiera entendido el nombre.
-¡Edmund, ese chiflado que va diciendo por ahí que es escritor!- reafirmó Aldred. Harold había entrado en un absurdo bucle de risas y lágrimas.
-No.- Sentenció con sequedad. El rostro del Vampiro recobró aquella expresión poco amistosa del principio. Su mirada se había endurecido y los ojos negros despidieron destellos de una ira fría y calculadora.
-¿Qué quiere decir con “no”?.- preguntó alarmado Aldred, a quien se le había ahogado la última carcajada.
-Que no es él a quién busco. Es sencillo de entender, creo.- más para sí mismo que para los otros, añadió.- Aunque bien pensado, también tengo cuentas pendientes con él...
-¿Entonces es él? ¿O no?.- Harold, con la boca entreabierta en una mueca estúpida, tenía la sensación de haberse perdido algo.
-No, no es así. Busco a otra persona.
El vampiro apuró la poca cerveza que le quedaba de un trago. Dejó un billete grande sobre la barra, con un golpe seco de la mano. Sin esperar la vuelta, se levantó del taburete, se puso el abrigo –con el cuello levantado- y se dirigió a la salida. Harold y Aldred le miraban sorprendidos ante ese nuevo viraje en su comportamiento. Abrió la puerta, pero antes de salir, se volvió y añadió:
-¡Ah! Y Aldred... has perdido la apuesta. Recuérdalo más tarde.
Una ráfaga de aire gélido entró en el local y se oyó un estruendoso trueno. El Vampiro desplegó su largo y negro paraguas y abandonó el lugar, dirigiéndose calle abajo. Los dos amigos se miraron el uno al otro sin acabar de comprender lo que acababa de ocurrir.
-¡Eh! ¿Cómo sabía tu nombre? ¡Y espera! ¿De dónde demonios ha sacado el par...- Empezó a decir Harold, pero entonces Wilstan asomó la nariz por la puerta de la cocina y le interrumpió.
-¿Se ha ido?
-¿Qué?
-El hombre malo...- explicó el chaval, santiguándose.-... que si se ha ido.
Un escalofrío recorrió el espinazo de Aldred.
-¡Qué hombre malo ni qué leches! ¡Vuelve a la cocina irlandés chiflado!.- Le gritó. Se desató el delantal que llevaba como uniforme de trabajo, hizo con él una pelota y lo lanzó hacia la puerta de la cocina con rabia. La cabeza del camarero desapareció antes de que le alcanzara el proyectil.- Harold, vigílame un rato esto. Ese chaval es un inútil.
-¿Adónde vas con tanta prisa?
-Tengo que ir a casa un momento. Tengo un mal presentimiento.- Su amigo le miró extrañado.
-No irás a creer que...
-¡Tú sólo quédate aquí un rato! Por favor.
-Está bien, está bien...
Se puso su gabardina de los días de lluvia y partió como alma que lleva el diablo hacia su casa, en dirección contraria a la que había tomado aquel extraño personaje.
Justo cuando cruzaba la puerta de la taberna, Aldred se estaba quedando viudo.
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